LAS PASIONES AMORTAJADAS
“Iba vestida con esa chalina que me regaló mi madre…lo sabías, te conté como me seguían las miradas la primera vez que la usé”
¨Hoy vas a dejar la cama, levantate de una vez¨. La mujer arrimó la cabeza sobre el respaldar donde se anudaba el rosario y le tomó otra vez la temperatura. Sacó de la cómoda la bolsa de goma carcomida que usaba desde hace muchísimo para esas ocasiones y esperó que el agua hirviera. Revisó después los cajones y pasó la obertura por el cabo de madera roto, estudiando cómo iba a sujetarla. Levantate, le había dicho. ¨Sé hombre¨, le pareció escuchar a él. La miró repasándole el trasero de tortilla desde la cama mientras ella pensaba como tomaría la bolsa sin prestarle atención. ¨ ¿Te acordás como nos conocimos?¨ Ella interrumpió la búsqueda para volverse a mirarlo. Había sido en la facultad. “Ibas delante mío y te pregunté si esa clase de Derecho Político era tan buena como decían”, agregó.
Echando el agua en la bolsa, ella se esforzó por capturar el recuerdo. Miró hacia arriba, tapó la bolsa sin darse cuenta y puso el cabo en pendiente vertical de modo que resbaló depositada bajo la manta que había levantado.
“Iba vestida con esa chalina que me regaló mi madre…lo sabías, te conté como me seguían las miradas la primera vez que la usé”
La bolsa hervía entre las piernas y la sintió pesada, enrarecida como sus recuerdos. Era estúpido y absurdo. Había soportado ese calor tantas veces pero ahora no podía reconocer ese contacto directo con sus palabras. “¿y qué pasó después?, preguntó él, como si fuera a sacarse esa brasa humeante, incandescente.
“¿Y qué va a pasar?…nos casamos pajarito”. La cama crujió achacosa cuando se acomodó hacia la izquierda, del lado del colchón que suponía más frío. Se sintió aliviado aunque entumecido. Los calambres le venían a deshoras, cuando menos los esperaba.
“Después dejé la facultad, mujer”. “La dejamos. Aunque no te olvidés que con todo seguimos frecuentando a Ernesto… ¿te acordás? Hablaba divertido con ese frenillo y sus palabras sonaban como palabraz…”
La bolsa se enfriaba y empezaba a familiarizarse con la tibieza que ahora sentía entre las piernas. Era difícil. Había que bucear entre mil opciones y confiscar lo suficiente…los debates en los ida y vuelta del café y las charlas sin un marco referencial preciso, en ese itinerario en moto que hicieron. No tenía en la memoria el paisaje ofrecido a la vista pero sí conciencia cabal de la calma transmitida con su sola contemplación, como un fogonazo en la negrura; si se acordaba de cada cosa pronunciada en el momento preciso. Podía recordar con exactitud, palabra por palabra…ellos cruzando puestos fronterizos hacia el norte transparente y prometedor, el norte liberador que se ofrecía más como escape que causa, más que todas las cosas juntas expuestas por Ernesto. Era bravo en aquellas ocasiones y su furia estaba justificada como la incandescencia de su verba que le haría célebre, como su falta de piedad, como la bolsa que sentía ahora en las piernas. Y sin embargo, hizo el esfuerzo y sólo cuando escuchó “palabraz” empezó a percibir la tibieza.
Ernesto…esa celebridad indomable. El único que osó respetar. Recordó el sinsentido y la vehemencia con la que se rebeló (se rebelaron) contra el método en que dictaban la materia, el momento en que se reconocieron como un espejo del otro; él hablaba de fundamentalismo como si fuera de mentira…pero en serio. Así lo fueron marcando. “Claro que después Ernesto se escapó hacia Cuba che, y el que quedó pegado con el chamuyo fuiste vos”, remató ella, como si hiciese falta.
Tuvo tiempo para decirle que lo acompañara y mostrarle lo que pretendía con su viaje. Una imbecilidad. No lo siguió. A los seis meses no supo más de él. Se figuró en ese momento que no lo vería más.
“Y de Margarita… ¿te acordás?”…Ahora la bolsa estaba casi fría, como si fuera ajena al cuerpo. Sin embargo asintió con la cabeza. “Recuerdo que para la fiesta de fin de año entre todas le compramos el vestido con el que salió en todas las fotos…y se lo hicimos poner ahí mismo…, dos horas antes de la fiesta. La hubieras visto como se regodeaba frente a las demás”
La había visto. Daba lástima. Recordó lo que le sobraba en las caderas como molduras deformadas, le faltaban los apliques de la dentadura y conservaba incólume la verruga espantosa en el cuello. La mantenía a flote el milagro de su unión con Ernesto. “Claro que después falleció…la pobre jamás pudo aceptar la traición de aquel viaje… ¿necesitás algo o te dejo descansar?
La sintió remover los cajones otra vez, sin escuchar una vez más. Le asintió en silencio procurando aburrirla. Eran las dos de la tarde y si ella se retrasaba demasiado no descansaría lo suficiente para ver luego la serie del abogado petiso. Ese que no sabía bien como se llamaba. La serie del petiso. Le gustaban los capítulos largos, esos de dos horas que sólo tenían dos cortes de publicidades.
Durmió hasta las seis. Lo supo porque le dolían los tendones del cuello y eso pasaba siempre que dormía más de tres horas. Mientras dormía nunca se movía; para moverse tenía que estar despierto. Mantenerse despierto, eso era lo difícil. De no haber sido por las circunstancias en que se quedó dormido tantas veces–aún cuando vio a la mujer aparecer por la puerta- quizá no hubiera sucumbido, pensó por pensar.
Pero se quedó quieto una vez más. La tortícolis seguramente aflojaría. Probó apoyarse contra el respaldar de la cama pero de inmediato sintió la punzada tremenda que le bajó de la cervical y se adentró en su más allá. Sabía lo que eso significaba; en esas ocasiones debía destapar el frasco de la etiqueta azul, en medio de otros remedios inútiles, el único que serviría pero desistió otra vez, dándose cuenta de que ya era tarde; el dolor lo maniataba como de costumbre en esa posición incómoda. La mujer una vez más se ocuparía.
“Me parece que mañana tampoco voy a trabajar”. Ella se quedó mirándolo fijo un segundo eterno antes de hablar. De mostrarle compasión. “A lo mejor tengas razón bichito…he sido demasiado dura, perdóname…se te ve pálido y ojeroso”.
Hizo el gesto agradecido y se quedó solo después de que ella le encendiera el televisor. La serie del abogado petiso estaba por empezar.
Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales. Columnista de RadioQ