¿Que ves cuando nos ves?

"Los periodistas de policiales son casi todo el tiempo objeto de toda clase de prejuicio."

Foto tomada de centaurea.cultureforum.net

Objeto de especulación de quienes actúan con una especie de doble moral: por un lado condenan, con sus corazones biempensantes, los hechos exhibidos en una crónica escrita o televisiva –con imágenes de gran impacto-y por el otro, no dejan de mirar por la cerradura. Es un fenómeno del cual se ha escrito largo y tendido. Y sin embargo, nunca pensé que iba a experimentarlo en primera línea de trinchera, un día cualquiera.


Ese día cualquiera que iba con mi camarógrafo cuando vimos una ambulancia pasar a toda velocidad. No era una ambulancia diferente sino una común y similar a la decena que uno puede ver mientras anda en el auto trabajando con la cámara. Y sin embargo, se me ocurrió seguirla. No sé porque. No podía saber que me dirigía a realizar la cobertura más impactante en mis 10 años de corresponsalía para televisión. Solo tenía mi vista concentrada en el vehículo que se desplazaba en zigzag sin acompañamiento, cuando se metió en un camino de tierra a toda velocidad, lo que hizo, en el afán de seguirlo, que mi auto rebotara en el intento de darle alcance. Al llegar vimos que la ambulancia se frenaba en seco por lo que nos estacionamos a distancia por simple precaución. Nuestro campo visual era confuso; solo se veían personas arremolinadas mientras dos hombres, al parecer paramédicos, bajaban de la ambulancia. Mi camarógrafo se preparaba a desembolsar su cámara cuando salí yo, eyectado como un loco, con una cámara de puño, corriendo hacia el lugar. Lo que encontré quedará en mi

memoria de por vida. Fue un pantallazo, una pequeña toma que hizo mi camarita: un niño, casi adolescente, estaba sentado muy tranquilo en una silla, mientras tenía su pie en carne viva a causa de un tren que le había pasado por encima. Un instinto me hizo hacer la toma cruda de un segundo, antes de que me focalizara otra vez en la cara impasible del chico. No se movía ni exhibía gestos de dolor aparente. Sus ojos me perforaron al encontrarse con mi lente en un mensaje indescifrable hasta el día de hoy.


Hice el seguimiento posterior de los paramédicos desplazándose, sin mostrar otra vez la herida, ni buscar golpes bajos: el segundo de esa imagen me había pasado por encima como una aplanadora, incluso cuando yo decía tener varias cosas vistas. Cuando llego el camarógrafo apenas tuve reacción para ver a las personas envueltas en una especie de shock similar al mío. Le pedí que se pusiera a grabar y de inmediato, como por intercesión divina, obró el milagro de la empatía general: uno a uno me relataron, ni más ni menos, lo que había pasado. Los chicos se jactaban de su supuesta habilidad extrema de cruzar la vía cuando venía el tren. No hizo falta que preguntara: describían el juego y aseguraban, ellos convencidísimos,  que era una práctica diaria en esa villa donde la tragedia ahora se desplegaba en toda su dimensión. Me entregaban detalles increíbles que hubiera podido dar lugar a una investigación de oficio de cualquier fiscal de instrucción.


Las personas hablaron y hablaron sin parar y solo se detuvieron apenas diez minutos después, cuando llegó el resto de los colegas. Ahí se callaron para siempre. Pasaron los minutos en vano. Los excelentes periodistas que lo intentaban no pudieron conseguir nada. Comprendí que el acto catártico de esas personas ya había tenido lugar minutos antes y que habíamos sido el vehículo para que se produjera. Que no había sido mi supuesta habilidad lo que las había hecho confesarse. Se había consumado la regla que tengo para mí cuando llego a un lugar donde acaba de suceder un hecho: la declaración original que no volverá a repetirse es mejor tenerla en ese momento, ni antes ni después.


Envié el material como solía hacerlo, advirtiendo al productor y a mis superiores en el canal que tenían que verlo antes de ser emitido. No hice la advertencia una vez, sino tres veces. Y sin embargo, a las cinco de la tarde, el jefe de turno me llamó desconcertado con lo que veía en la nota. Objetivamente, dijo, el material era irreprochable: la pregunta que hacía era ¿lo pasamos o no? Entendí en el acto que buscaba un cómplice para hacer lo que no se animaba. Sin ser capaz de responder, volvió luego a llamar para decirme que, tras preguntar y asesorarse legalmente, el material iba a pasarse. Yo no tuve valor para verlo ni entonces ni ahora. Me mantuve al teléfono mientras los conductores me sometieron a un interrogatorio que duró cerca de una hora sobre lo sucedido. Causó impacto no sólo por la imagen de un segundo sino también por lo descarnado de las opiniones sobre lo que aquellos chicos hacían. Y por la ausencia de notas a la policía que, seguramente, hubieran estado de más.


La repercusión de ese material duró un tiempo, el suficiente para que una semana después un prestigioso médico, funcionario de un hospital al que tenía que entrevistar se despachara con un discurso sobre los límites y la ética del periodismo, a la hora de examinar el material que debe salir al aire. Me di cuenta en el acto que el hombre buscaba la segunda en ese discurso que solemos tener en la mesa del bar. Y me di cuenta de que lo hacía sin sospechar que estaba delante de quien había registrado y producido ese material. Al terminar la entrevista no pude resistirme y le revelé la verdad: que habíamos sido nosotros los que habíamos infringido su límite. El médico se me quedó mirando sin poder decir mucho pero antes se disculpó confesándonos que, en realidad, no había podido ver aquella nota al aire. Entonces, cuando nos íbamos,

ametralló: “¿la tenés ahí? “ ¿Me la mostrás?”.

Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales. Columnista de RadioQ