Placita
Un cuento de Sergio Silva Velazquez
Están todos. Los árboles juntitos en fila, desordenados por el fragor de la gente que les tira de todo, que le descuelgan naranjas, no se sabe porqué, y las estallan contra el vidrio del colectivo que avanza traca-traca, con el paso molido de la siesta, sin prisa, porque no hay que llegar a tiempo a ninguna parte. Están los estudiantes y el blanco confundido en los banquitos; las pantorrillas generosas sobre el muslo del chico lanzado sobre sus labios, y ella con la cabeza echada hacia atrás, para poder contenerlo pero queriendo. Su carcajada también, que alborota las palomas que sobrevuelan sin confiar, como en las mañanas, que no hay casi nadie.
Una hora triste…si me permiten decirlo, las mañanas no son para confiar. Pero igual, no hay muchos que quieran pensarlo; será porque pasan apurados yendo a lo de todos los días; la clase de cosas que no eligieron pero que sirven para hacerlo más llevadero, “sino…no serían los felices”, dice mi madre. “Cada cual que le quepa el saco”, dice, sabionda ella. El saco nuestro y el de ellos. Pienso que no se preguntan esa clase de cosas por la misma razón que las palomas no bajan por el pan en las mañanas y se ahuyentan solitas con los gritos de las tardes. “No se fían de los reproches de la conciencia”, me dice pensativa, porque la vida es corta y hay que usarla para lo bueno. Brillante y estudiosa ella. Pero ellos no saben; van haciendo lo de todos los días sin saber, atraviesan la mañana frenética y la plaza a trancazos, cruzan la diagonal principal de punta a otra para ganar tiempo, pero se toman un descansito en la mitad, junto al prócer custodiado por tres ángeles. A veces, hacen como que lo miran pero la mayoría pasa de largo; se entretienen un poco con el que está echado en el primer banco, antes de iniciar la segunda diagonal; el viejo tumbado de la noche anterior, con el Bordolino escapado de la mano extendida y el piso manchado. Tendrá doble trabajo el cuidador; despertar al viejo y sacar la mancha roja. Lo primero, siempre es más difícil. A veces yo pienso que el cuidador no los distingue como los que cruzan apurados la diagonal y cree que son el mismo viejo, pero no; yo los he visto diferentes, despeinados de un lado y del otro, mojados en la misma parte del pantalón, con una hediondez de medio metro, ocupando eso sí, el mismo lugar, no sé porqué. Están en ese banco desde que empecé a verlos, hará más de un año, mucho después que el suizo desmalezara y sacara los bichos vivos que desmintieron después los de la muni. Yo también las vi, no creo que el suizo los pusiera; digo, venir desde tan lejos de turismo a meter raterío y lampalaguas no me suena coherente, dijo mi mamá, reflexiva ella, cuando le pregunté esa vez. Seguro que son reales, dijo. Yo le creo desde siempre pero mucho más desde entonces. Después del suizo vinieron los de la muni y empezaron luego a venir más seguido; después, ya no se los volvió a ver otra vez. Vinieron sí, fisuritas que tomaban lo que viniera, que convidaban a veces. Mucho pipero aspirante al blu escai que nunca tiene ni tendrá un alita de mosca y reparte la frula de mierda de siempre, porque la dulzona se guarda para las mamis más buenas, junto con las bumbunas. Para que la presten, me dicen ellos, lo único que se puede hacer es eso. Para sacarles un cachito del poder que tienen mientras tanto. En veremos, las tunas son todas poderosas, después, ya no. Cosas que dicen, yo todavía no lo estoy sabiendo; me veo dos veces con la Vani, cuando se escapa de la casa temprano y no paso del primer flipeo, no liquido todavía… será porque es de mañana y las mañana no son para confiar. Y ya no viene por la tarde.
Los que si vienen de tarde son los de la muni, a limpiar pero hacen como que no ven. Pasan la hoja de palmera por cada diagonal y sacan las cajitas pero la mancha sigue estando junto con el viejo. A los viejitos no los mueve nadie hasta las 2 de la tarde, cuando se despiertan y se van solos. Es raro porque justo a esa hora empiezan a burbujear los zorritos por los alrededores y paran autos y sacan lo seguro; y hacen iniquidades con los que no tienen casco pero de los viejos nadie se ocupa.
Ahora a los viejitos se les dio por despertarse y no irse. Se les dio por quedarse y mirar que hacemos. Se les dio por robarnos dos de las cuatro cuadras que teníamos con el Enzo. ¿Porque? preguntamos, si nosotros llevamos ya un año; la gente nos conoce y nos da por gusto, y lo que es más, hasta nos encargan lavarles las mashín. Y los que no quieren, nos dan unas monedas cuando los retiran, porque sí, ya de noche. Íbamos de lo más bien. Ninguno los rayaba como ahora hacen ellos. Dos pesos aquí, un peso por allá, no más. Pero desde que vinieron los viejos y nos robaron se les dio por tarifar cinco y se hacen de sus montones para sus noches. ¿Porqué? protestamos; nunca contestaron, nunca dieron explicaciones y así nos fuimos quedando con dos cuadritas; el Enzo con una y yo con otra. Y desde entonces se planteó esto ridículo: los viejos cobran hasta las siete de la tarde; ya después no aguantan y se tienen que refugiar dentro y empiezan a ocupar los primeros cuatro bancos de las diagonales, frente al prócer. Ahí se toman lo que alcanzaron comprar y van cayendo hasta las dos de la tarde del día siguiente. En esos momentos, aprovechamos y hacemos la que podemos y nos divertimos con gusto. Pero ahora a los viejitos se les dio por robarnos lo de la mañana. Dicen que necesitan y que no se puede negarle a un necesitado. Y hasta se mandaron a hablar con los de la muni. Y un día vino uno y coincidió: vamos a trabajar para los necesitados, dijo, nos debemos a ellos, le agregó y todos aplaudieron. Y desde ahí vinieron otros tres distintos cada tarde, uniformados y todo y con los viejitos ya eran unos ocho, diez, si nos contaban al Enzo y a mí. Para mí no tienen ni tenían derecho; demasiado con los vueltos que se hacen hasta las tres de la tarde, les dijimos. Estos señores humildes y necesitados tienen derecho y el derecho es para compartirse entre todos, contestaron. Se han vuelto mañeros, dice mi madre, observadora ella, una vez que la prueban no la quieren soltar. Se acomodan bajo los árboles que transpiran el mojón de la siesta y empiezan: uno, cuatro, ocho, serán veinte limpios que sacan hasta las cinco, cuando desaparecen, porque tienen que volver al trabajo y se suben al camión con los cepos y los viejos siguen durmiendo mientras tanto.
Pero si hablamos de bajo, lo que se dice bajo, entonces no hay nada más bajo que las mujeres. Las viejas, no las tunas. Las viejas, no las viejitas. Las viejas que van caminando y se paran de repente y se cruzan al muro que da contra los camiones parados y herrumbrosos y se levantan el vestido y se acuclillan y hacen como que no ven a nadie. Esas no están borrachas, esas están sabiendo. Lo hacen de gusto y cuando le vienen ganas, a cualquier hora. Es feo de ver para nosotros, lo que será para gente como el suizo. Pero los de la muni se descostillan cuando las ven telegrameando contra el paredón. Y bueno, dice mi madre, si ellos son igual. Y no dice por decir: yo los he visto como si nada poceando entre las diagonales para enterrar una urgencia, o buscando lugar propicio de relajo, desorientando a los perros que levantan las patas al notar el charco, sin saber qué hacer. Esta siesta vimos con el Enzo a uno perdido parado junto a un 206, con uniforme y todo zarandeándola y apuntándole a la llanta. Podridos. Eso no lo hacen ni los viejos. Se hacen los machos. Pero yo los he visto descerebrados y alegres cuando a última hora ya todo les da igual y mariposean aquí y allá, y se dan besos y desquitan ganas con la Jackelin ahora Jackelina, que a esa hora ya ocupa el último banco contra la calle, lejos de los viejos, con la esperanza de algún paty fresco. Ahí ya no le pegan, ahí ya no les da asco, ahí no le dicen si te afeitaste, no se preocupan si se puso lina hace mucho o recién. Descarados. Después se ríen de las viejas, dice mi madre. Yo hago como que no los veo, como a los viejitos, bien temprano, cuando se vienen de puteriles, directo del local del tío Mario, de aquí a la vuelta. Se nota que no se han ido a la casa. Se nota que no tienen dónde ir. El tío Mario es famoso por dejarte estar hasta el final, nada de: dale, dale papi, terminá. Todas se dejan hasta el final sin chistar, es lo que garantiza el tío Mario. Me contaron…con el Enzo no hemos ido todavía pero ya vamos a ir.
Porque eso no me importa ni me preocupa porque estás vos. No me interesa por eso y me infla algo de adentro saberlo, me sopla una emoción distinta; y floto como una de esas nubes que pasan y también quiero ser una de esas nubes. Pasar por encima y no ver a los viejos, ni a los de la muni, ni a las viejas, ni a las tunas y no bajar, como las palomas desconfiadas no bajan por las mañanas. O ser para vos el prócer custodiado con honor por las noches, cuando arrasa el instinto y nos sentimos dueños de todo. Cuando pasa eso, yo hago de mirar arriba porque es lindo ver un cielo igual en todas partes, dice mi hermano. Dos años en “La Bombo” por lo que hizo lo cambiaron, dice mi madre, triste ella, y cada vez que hace otra, chancho: estar aprisionado entre cosas que no le dejan aire y mirar arriba el rectángulo celeste o nubloso. Yo le digo siempre que es mejor ser una nube por eso de avanzar, aunque sea de a poquito y poder salirse así de las paredes. Me lo dijo Fermín, uno de los desesperados de la plaza, cosas que se le ocurren a él.
Es lindo ser custodiado por ángeles como el prócer, sobre todo por las noches, pero el viejo, distinto o el mismo, siempre está ahí, como esperando su momento. Momento en que va a caernos para quitarnos las monedas, ya saben, lo mismo de cada día. No quiero ser reiterativo.
Más bien quisiera decir otras cosas: decirles que hay otros además de los viejos y nosotros. Que están los desesperados y los que se atarean para no desesperarse. Los desesperados y los felices. Los primeros se quedan mirando el cielo sin hacer nada el resto de la tarde o así parece y miran entre los autos de la cuadra los espacios vacíos, antes que los viejos les coloquen los papelitos con los números. Miran sin mirar, yo ya como que los descubrí. Algunos papelitos escritos en las manos o vacíos por escribirse, con un claro sentido de asombro por el mundo en los ojos, aún en las tardes cansadas, como cuando pasa Fermín y parece ver la vida con un rubor distinto, como si fuera una distinta.
Porque a la vida mi hermano dice que la sentís escurrir como agua en el chancho, a esa hora en que uno sabe que otra cosa pasa en otro lado sin remedio, en una hora distinta. Lo que llaman “oportunidades”, dice, pasan una vez siempre por donde no pisamos, dice mi hermano, son ajenas como los logros que destiñen las sonrisas que miramos en los kioscos: las revistas de los felices. Los felices pasan una sola vez, como las oportunidades, pero a veces vienen de tarde. Como cuidadosos pero vienen. Como venís vos con tu mama. Por eso creo en ver las nubes. Mi hermano no lo dijo, pero al menos las nubes que miramos son iguales aquí y en otra parte. Como un refugio para Fermín y los demás desesperados. Acá abajo están los viejos, los de la muni, las viejas, las tunas y la Jackelin. Está esa angustia apilada hecha de reproches cuando nos miramos y entendemos que no habrá de ser aquí y en este momento, aunque no queramos despabilarnos de la inconsciencia que nos hace ser lo que somos. Nos hace ser felices. Aunque yo sea el más feliz en secreto por vos. Ya lo he dicho. Vos no sos la Vaninna, me gustaría decírtelo. No merecés el tanteo diario sino que mire las nubes, esperando la hora exacta de la semana en que voy a verte; los mismos martes a las cinco, del brazo de tu mamá, buscando las palomas que bajan a esa hora. Saber que faltan 5 días para el martes y voy a mirarte desde una esquina, me hace ver nuestra distancia como el hueco de Fermín entre los autos. Me hace pensar que ahora entiendo a los desesperados que ven la tarde con ojos diferentes. Que pronto van a ser las 2 y los viejos van a empezar a levantarse. Que van a venir a pedirnos las monedas de la mañana. Y que no va a pasar más que eso, salvo vos y tu mamá y las palomas.
# Relato de ficción perteneciente al libro Negro Quince del mismo autor. Prohibida su reproducción sin autorización.
Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales.
En 2005, su cuento “El Indigno” formó parte de la Antología “La nueva Literatura de Habla Hispana” de autores seleccionados en el IX Certamen Internacional de Editorial Nuevo Ser. El mismo texto obtuvo una distinción especial en el concurso de narrativa “De las huellas a la palabra”, categoría Cuento, de Abuelas de Plaza de Mayo, Bs. As, en 1997.