La oficina está en un edificio reciclado frente de la Mole Mayor. En un subsuelo. Trabajan los empleados reclinados sobre unas carpetas encintadas que se hermanan en los estantes con el paso del tiempo. Un no espacio irrespirable que ventila rigidez mortuoria, lejos del mundanal acontecer que fluye por los pasillos de la Mole Mayor.
Ahí la derivaron después de peregrinar su abogado por un juzgado durante años.
-¿Me acompaña? –me pregunta María y digo como no y atravesamos el patio del edificio, los llamados tribunales para todos, El Palacio de Justicia para los colegas o esa mole extraña revelada de pronto para María Marta que ha perdido a sus tres angelitos en el incendio de su casita prefabricada, un domingo de noviembre de hace unos años. El tendido eléctrico de un local sin habilitación municipal pasaba por su casilla peligrosamente cerca, lo que pudo haber sido la causa de la combustión letal. Es la primera vez que va porque “antes de esas cosas se encargaba su abogado”. Cuenta María lo mucho que se solidarizaron con ella en ese momento. ¿Quiénes?, pregunto interesado. No sin pudor, explica que algunos políticos “le mandaron ayudas para que fuera tirando” justo en un momento de cruciales elecciones provinciales. Que se ilusionó con las promesas que le hicieron “pese a que ello significara la renuncia de alguien”. Pero aclara que no pasaba urgencias económicas sino que quería solo “justicia”. La clase de justicia que no reconoce ni pelos ni señales, ni hijos ni entenados. Lo suficiente para entender que en su odisea María no quiere lucrar sino encontrar un “culpable” de su tragedia.
Pretendo explicarle que no solo en todas las causas puede existir una responsabilidad penal sino otra plausible de indemnización. Pero recuerdo el caso del fiscal de instrucción investigado por irregularidades en la investigación de la muerte de un niño, por presunta mala praxis, durante una cirugía de amígdalas en un sanatorio. Renunció, a tono con estos tiempos de fiscales dimitentes, cuando tres legisladores reunían pruebas para su juicio político. Salvó su jubilación de esa manera. Pero María, como posiblemente también la madre del niño muerto en el sanatorio, no quiere la plata sino “justicia”. No vale el ejemplo.
Hay que pasar a la frialdad de los números. En tribunales, los expedientes paralizados rebasan cualquier estadística razonable. Aún las que se empeña en manejar la Dirección Estadística del Centro Judicial Capital. Pero en el archivo del Poder Judicial es imposible precisarlo. No existe en el lugar un registro de causas paralizadas sino que las reciben desde los juzgados tal como las remiten, con apenas un número. Allí dormirán el tiempo necesario hasta su prescripción si alguien no las rescata del olvido. Pasarán a continuación a “Reciclado”: la sola palabra indica que es el paso previo para su destrucción. ¿Vuelvo al ejemplo del fiscal que salió por la ventana? Suena como excusa perfecta para hacerla desistir antes de que se estrelle contra la verdad más cruel. Pero opto por desistir y la sigo en el camino al precipicio que se avizora.
Porque al llegar a la oficina de los empleados con sus carpetas y sus muebles ha vuelto a morir ella con cada uno de sus hijos, desde el momento en que comprende que su abogado la ha abandonado a su suerte, cuando estaba todavía en tierra firme.
-No impulsaron su causa desde el 2003, señora-le había explicado amable, el empleado del juzgado-su expediente ha quedado paralizado y hace 3 años lo remitimos al archivo.
El archivo, el reducto donde acabamos de llegar, lejos de los confines de la Mole Mayor. Uno de sus precipicios donde es posible que mueran otra vez los muertos por más suero que se quiera inyectarles, a salvo de cualquier promesa proselitista.