El holocausto de los transferidos

En la década del '90, los abuelos que habían trabajado para la provincia pasaron a depender de la Nación. Ese fue el principio de una travesía tortuosa que todavía persiste

Columnas y Opinión03/11/2015Mariela AldereteMariela Alderete
Foto: Miguel Armoa
Foto: Miguel Armoa

Uno de los momentos históricos contemporáneos más negros para la humanidad es el del cargamento de trenes nazis con personas  que eran llevadas a su propio holocausto. Partían al sacrificio  por el solo hecho de ser judío, gitano, opositor al régimen o de libre elección sexual, entre otras causas. Estos operativos son paradigmas del genocidio, de la intolerancia, del racismo y de cuantos quehaceres tormentosos  y demoníacos podemos imaginar;  pero también sirvieron de inspiración para muchas otras inhumanidades que aún persisten en nuestro siglo.

Aunque sin la magnitud de esta depredación de cuerpos y espíritus, Tucumán –como muchas otras provincias argentinas- tuvo su holocausto de jubilados  el día en que cargaron sus derechos en un tren rumbo a esa especie de “campo de concentración” que para ellos es la Anses.

La primavera negra

En nuestra provincia, ese tren arrancó el 21 de septiembre de 1996, día que figura en la cripta de muchos que no asisten ya a esta historia. La fecha, de sentido primaveral y juvenil, es la de culminación de un largo proceso donde la angustia, la desesperanza y la ansiedad de los jubilados se mezclaron con la creencia de la buena fe, de la palabra y el documento empeñado, y del respeto que la sociedad le debe a sus mayores.

Como todos sabemos, terminó de la peor manera y sepultó los sueños de todos ellos -y de generaciones subsiguientes-, además de la esperanza de la labor realizada.  Algunos prefieren catalogar este tema como el transporte de los expedientes de jubilados de las leyes provinciales rumbo a la jurisdicción de las Leyes nacionales 24.241 y 24.463. Son las normas que fulminaron, entre otros derechos, el del 82% móvil y procuraron la congelación de  los haberes jubilatorios de miles de comprovincianos para siempre. 

Otros, procurando que sea más accesible de entender, hablan del traslado del sistema jubilatorio provincial a la Nación y la pérdida de los derechos adquiridos por las leyes provinciales;  pero para  simplificarlo,   casi todos prefieren denominar el caso como el de los “jubilados transferidos”, que protestan desde entonces en plazas, tribunales y algún que otro comité o unidad básica de la provincia.

En realidad, hasta ahora sólo lograron un cierto sentimiento de pesar. Pero esa sensación desaparece ante el menor pedido de reparar del daño causado y se convierte en indiferencia.

Los autores

El ejecutor ostensible de este trabajo que podemos llamar “operación transferencia” fue un ex general de la Nación, ungido en gobernador y luego condenado por la justicia por genocidio: Antonio Domingo Bussi. Sin embargo, la planificación y estrategia fue de diseño nacional, en el marco de un gobierno neoliberal de la década de los 90.

Fue, como llaman los militares, una operación de pinzas, pues mientras desplegaban una columna por derecha llamada “Pacto Fiscal”, por izquierda avanzaba la poderosa caballería y artillería de la extorsión a las Provincias si no aceptaban ese pacto. El famoso Pacto Fiscal tenía por finalidad  -entre otras no menores-  llevar los aportes jubilatorios de los empleados provinciales a las arcas de la Anses y limitar los haberes mediante la amputación de la movilidad y su porcentual, aplicando las precisiones de  ley nacional 24.463.

No era menor el ajuste de haberes a los futuros jubilados, mediante la aplicación de la “formulita” que tenía la ley 24.241. Combinando ambos efectos,  se aseguraba  el presente y futuro fiscal de un codiciado tesoro que despojaba a los ancianos presentes y futuros.
Por entonces, el neoliberalismo miraba con temor la imposibilidad de seguir saqueando las cajas previsionales, que ya estaban agotadas por los ministros de Economía liberales de los gobiernos militares durante las cuatro décadas anteriores.

La mira del centralismo nacional se volvió hacia aquellos fondos fáciles de captar. En una sórdida actitud irónica, ya las provincias recibían al sistema educativo, que para la Nación implicaba una costosa carga. Pero los aportes jubilatorios eran un botín codiciado. Esos fondos la autofinanciación por el trabajador y futuro jubilado y liberan al Tesoro Nacional de la odiosa obligación de cargar con la vejez del ciudadano o sus eventuales desgracias.

El beneficio adicional consistía en que se usar esos fondos hasta que el activo entrara en la pasividad. Es decir: el sistema había sido diseñado para el uso indebido de los fondos, cosa que ocurrió en todas las jurisdicciones (no están exentas las Provincias ni los Municipios).

Cuando se preparó el plan de transferencia de los sistemas jubilatorios provinciales y municipales a la Nación, en los años 90, la administración central había advertido que ya los actuales y futuros ancianos jubilados miraban de reojo cómo se disponía de esos fondos y la imposibilidad de su devolución.

Además, como ya lo hemos dicho, esa deuda se agrandaba y comenzaba a competir con la deuda externa, sobre todo porque la mayoría de los jueces advirtieron el saqueo al beneficiario y propietario del sistema y el lucro indebido del administrador.

Holocausto

Puede acercarse esta metáfora al holocausto, recordando que, a mediado de los 90, los jubilados activos –es decir, los que no estaban al borde de desaparecer- sobrevivirían unos 15 años más. En el peor de los casos, peregrinarían por las galerías y secretariados de los tribunales, en búsqueda de lo perdido, pero se irían extinguiendo  por obra y gracia del escalafón de la vida. Sus protestas serían fáciles de ignorar, y también fáciles de reprimir.

En cualquier caso, el evento de que prosperaran sus quejas se había ya resguardado desde la época en que un obediente jurista modificó el Código Civil (llamada modificación Borda) destrozando  el principio legal tan mentado de los “derechos adquiridos”; y esto era muy fácil de aplicar invocando o comparando  con el interés público. 

Así, en adelante,  las leyes de otorgamiento de las jubilaciones no garantizarían  ningún derecho a futuro y, por supuesto, el de uno de los más caro para un jubilado, como es el de la movilidad de sus haberes, incluido en las leyes de otorgamiento del beneficio. La Provincia de Tucumán, en sus distintas leyes jubilatorias, había respetado sacrosantamente este derecho y sus jubilados lo gozaban. 

La trampa de la emergencia económica

Aquella demolición de la vitalidad del principio jurídico de los derechos adquiridos, focalizada por la década de los 70, tendría su voz armónica en la década de los 90, cuando los presupuestos públicos comenzaron con la declaración de emergencia económica del país, por lo que cualquier intento de embargar las arcas fiscales resultarían estériles.

Dicho de otro modo: aunque la justicia le dé la razón al jubilado, su cumplimiento  queda a merced del deudor, que además de ser administrador de sus fondos, es el Estado Nacional mismo.

Después de la década neoliberal, esta operación quedaría a lo que disponga el Jefe de Gabinete  -figura que proyectaba la voluntad presidencial sin desgastarlo-, moviendo las partidas presupuestarias para ubicarlas  según sus preferencias entre los acreedores del Estado. Por supuesto, cargamos aún con el fenómeno de que la emergencia económica es indefinida y con la facultad de un subalterno del Poder Ejecutivo de modelar el presupuesto, formalmente elaborado por el Poder Legislativo.

Ya la ley 21.646 se había atrevido a posibilitar que el Estado, con sólo invocar la insolvencia de los sistemas, hiciera decaer el derecho a litigar por el ajuste de sus haberes jubilatorio, improperio que rápidamente la Justicia Argentina declaró de inadmisible legalidad.

A principios de los 90, la Provincia de Tucumán -que adhirió con débiles protestas a aquél famoso Pacto Fiscal con la Nación- resistía por su sistema jubilatorio provincial con un Gobernador cantor de canciones populares a la cabeza: Ramón “Palito” Ortega.  Corrían los años 1993 y 1994  y esa resistencia se hacía cada vez más débil. A la larga, caería.

Pero fue un ex general – ya aludido-  quien comprendió y tal vez promovió entusiasmado la rendición frente al “ataque de pinzas”. Lo hizo casi sin dar batalla al ver que sus tropas y almacenes habían sido sistemática y ostensiblemente debilitadas por el enemigo.

Alguna vez contaremos la historia de cómo las leyes, los convenios, intervenciones judiciales y los hechos y pensamientos de aquellos años pecaron de agachadas y golpes al orden jurídico para promover la carta de embarque de los papeles jubilatorios  de la Provincia a la Nación.

Hoy, los papeles y los rieles desaparecieron; las sienes de los desposeídos que no murieron se llenaron de descampados y sus cabellos perdieron el color. Ya a nadie, fuera de ellos, parece importarles  el insólito enmarañamiento de la vida de los jubilados transferidos y desposeídos. Además, sus protestas y causas judiciales tienen la fecha de vencimiento de sus vidas.

Es difícil creer que esta simulación de un holocausto sólo servirá para llenar libros de relatos históricos. Tal vez sirva para tomar conciencia en una sociedad cuya complejidad parece paulatinamente volverse mayor.            

Por Carlos Romero
Para Periódico Móvil

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