


Jubilación y dádiva política
En la cola para cobrar los haberes, un jubilado recuerda la historia de "Ruggerito", el primer puntero político. Y sospecha que las prácticas no cambiaron mucho desde principios del siglo XX...
Columnas y Opinión29/12/2015

Cuando un jubilado va cobrar su haber, la paciencia de las colas bancarias para los “cajeros humanos” o para el uso de la tarjeta lo lleva a pensamiento que no están lejos de la ficción. A veces, suenan divertidos; pero algunos tienen las complejidades del hombre que vive su propia historia.
Las neuronas se apropian de un errático camino; la ansiedad cede su turno a la benevolencia de la creación y es casi somnolencia de seres obligados a encolumnarse ante los sistemas impersonales de la modernidad. Sin embargo, nada las detiene cuando la realidad de los billetes anidados en las manos pasa a la ocupación de la economía.
Es entonces cuando se remiten al diablo con disfraz que calculó ese haber que tal vez no soñó cobrar. Si de pensamientos en la cola de los bancos se trata: ¿qué diablos tiene que ver ese diablo con ese otro diablo de las dádivas a la pobreza?
El primer puntero político
Ahora me remito a hablar de un personaje que brilló por los años inmediatos a cuando Sáenz Peña lanzó el odiado voto universal, obligatorio y secreto. Un personaje que habitó por los pagos de Avellaneda y La Boca en el Buenos Aires de 1912. Lo llamaban “Ruggierito”, acaso porque su prontuario arrancó siendo un niño (su nombre era Juan Nicolás Ruggiero). Su mentor fue un famoso político conservador de la época, un tal Alberto Barceló que, aunque de guantes blancos, ha pasado a la historia como un mañoso patrocinador de la delincuencia de los comités y burdeles de entonces.
“Ruggierito” inventó trampas –y adoptó otras, igualmente odiosas- para conocer la fidelidad del votante propio. Por ejemplo, puso juegos de espejos para ver por quién votaba cada uno de sus subalternos políticos en el cuarto oscuro. Por entonces, el fraude era mayormente directo con el correligionario, pues al enemigo no se le ofrecía ni el perdón. Dicen que murió en su ley, asesinado por sicarios del propio Barceló cuando en los años 30 “Ruggierito” perdía eficacia y ganaba prestigio.
¿Por qué el protopunterito argentino ganaba prestigio en el pueblo por el sur de Buenos Aires, pueblo que lo fue amando tanto como temiendo y lo despidió como un ídolo cuando su muerte? La respuesta es muy simple: “Ruggierito” daba jugosos beneficios a sus votantes, mientras se encargaba además de liquidar a la oposición. Casas, puestos públicos, cuotas para el almacén, y otros beneficios.
Un digno predecesor de la mayoría de los actuales punteritos del contemporáneo “fraude clientelar” que, en realidad, se funda en el estado medieval de nuestra historia política, plena de vasallajes y servilismo. Pero en pleno siglo XXI suele asegurar resultados electorales.
Sin embargo, existen algunas cosas diferentes en su forma. Al fenómeno social que reemplaza la limosna se lo llama Seguridad Social. Y se lo financia con los aportes de los trabajadores, que en realidad lo hacen su jubilación.
Los aportes jubilatorios y las dádivas
Y aquí nos enlazamos con los pensamientos de la cola bancaria que es paradigmática para nuestros jubilados. Porque esas dádivas, que “Ruggierito” sacaba del Tesoro Público, capturando clientes políticos, ahora el punterito lo obtiene del aporte jubilatorio y captura a un cliente electoral. Es decir: antes, al menos, los financiaban todos, pobres y ricos. Hoy, los pobres financian a los otros pobres. La dádiva resulta ser de los pobres.
Perón, la ley y el cálculo
El haber jubilatorio, en realidad, comenzó su azarosa historia hace más de 45 años en nuestro país. Ocurrió cuando se sancionan dos leyes fundamentales para la historia previsional argentina: la 18.037 (que determina un único régimen jubilatorio para los trabajadores en relación de dependencia del sector privado) y la 18.038 (ídem para los trabajadores autónomos).
Pero el proceso se había iniciado en 1944, cuando el entonces coronel Juan Domingo Perón lideraba la Secretaría de Trabajo. Creó Consejo Nacional de Previsión Social que apuntaba a una reforma integral que ordenara el sistema y permitiera la inclusión de todos los trabajadores en él.
Si bien desde 1904 existían gremios con leyes jubilatorias, el sistema se encontraba totalmente disperso y casi resultaba injusto, porque no a todos los trabajadores. Además, se basaba en alícuotas jubilatorias distintas, siendo la mayoría de su régimen legal el de la Ley del Seguro.
Por lo tanto, es a partir del final de ese proceso cuando se pudo dictar la ley que unificó el sistema jubilatorio. En general, los beneficios se consolidaron en cuatro subsistemas o prestaciones: Jubilación Ordinaria, por Edad Avanzada, por Invalidez y Pensión por fallecimiento.
Para determinar el haber jubilatorio, se partía de la base del promedio del haber mensual de los últimos diez años. De estos promedios, se elegían los tres mejores (los más altos). También se los para obtener el valor final.
La necesidad de la movilidad
Si nos detenemos en esta simple fórmula, el haber jubilatorio resultaría un improperio. Ya desde los años anteriores a la implementación de la ley, la inflación había causado estragos en los haberes de los trabajadores activos. Por ello, si se tomaba el valor nominal de esos sueldos, el cálculo de los promedios resultaba un fiasco.
Por esa razón, la ley ordenaba la actualización de los haberes mediante un índice que elaboraba la Secretaría de Seguridad Social, antes de hacer los promedios. Pero concomitante con los desastres de los haberes jubilatorios anteriores, a medida que el tiempo pasaba y el proceso inflacionario se agudizaba, se producía el deterioro de los haberes surgidos de la nueva ley.
El conflicto comenzó a expandirse y alcanzar a todos los jubilados, pues la actualización salarial terminó haciéndose por un sistema que continuaba con la aplicación del índice de la Secretaría de Seguridad Social, a partir de la demostración de un desfasaje entre la realidad y la aplicación de ese índice. Desde luego, la movilidad no existía y nadie se acordaba de ella, salvo algunos regímenes especiales y los sistemas jubilatorios provinciales.
Así las cosas, tanto la determinación del haber jubilatorio como su adecuación a las realidades económicas futuras comenzaron a demostrar que no superaban la calidad de una dádiva. Esta vez, el diablo de “Ruggierito” fue desplazado por el diablo de una formulita matemática.
En realidad, el meollo de la cuestión estaba en el cálculo del índice por parte del Estado. Índice que, como hemos visto hace poco tiempo, el fisco procuraba que sea lo más bajo posible. Casi dibujado, como fue el del Indec hasta no hace mucho (y que aún no ha sido expresamente modificado), para referir el costo de vida.
Los haberes de las demás prestaciones (por ejemplo, de las pensiones) sufrían idénticas enfermedades, pues al fin y al cabo se calculaban como un porcentaje del haber jubilatorio ordinario. Así una pensión directa (que es por muerte del afiliado) era el 70% del haber jubilatorio ordinario, lo mismo que una derivada (por muerte de un jubilado beneficiario).
El sistema no funcionaba, porque ya el Estado comenzaba a ser extorsionado para disminuir los beneficios improductivos, como los de los jubilados y pensionados, fieles ya a lo que se ha conocido como el Consenso de Washington. Se generaron, consecuentemente, juicios interminables, llamados de “reajuste de haberes”, cuya mayoría todavía duerme en los estamentos judiciales, cuando no administrativos.
Es, pues, un problema de rigurosa actualidad en el que, además, debemos computar el enorme caudal de los intereses generados. Son confiscaciones, o cautiverio de capitales de los beneficiarios jubilados. De un modo u otro, la justicia -en algunos casos- ha dado por consideración y el Estado por no enterado. El sistema fracasó más por su grosera aplicación que por la lógica que lo impulsaba.
Pero el camaleón cambia de colores según la estación y el gato pardo procura que todo cambie para que parezca que cambie sin cambiar. El sistema jubilatorio de la ley 18.037 fue reemplazado en julio de 1994 por el del llamado Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones, mediante la ley 24.241, adornada por su compañera en el sistema que es la ley 24.463.
Hacer una descripción de ese cambio nos llevaría interminables horas de trabajo y hojas de escritos. No vale la pena. El profundo cambio significó sólo algunas pocas -pero sustanciosas- cuestiones. Primero: la disminución del haber jubilatorio mediante la aplicación de un sistema de cálculo realmente fulminante. Segundo: un prolijo camino de obstáculos para desalentar –o directamente eliminar- el control judicial del improperio del sistema. Y tercero: lograr una drástica disminución del aporte de los patrones y la creación de un sistema de recaudación privada para ahorros personales jubilatorios, que enriqueció a capitalistas ambulatorios.
Próximamente trataremos con más detalles esos cambios y su vínculo con la famosa “ley de movilidad”, que ni siquiera alcanzó a ser una ley de neutralización de la depreciación de la moneda.
Mientras tanto, el sueño de “Ruggierito” sigue rondando nuestra realidad en la política social del Estado aunque, claro está, con la moderna forma que la tecnología lo disimula: una dádiva a los amigos.
Por Carlos Romero
Para Periódico Móvil







