El tiempo de las tormentas

UN CUENTO DE MARIANA ROMERO

Stencil en una pared de San Miguel de Tucumán, tras los saqueos de diciembre de 2013
La lluvia de finales de noviembre nos hundió el pozo ciego, que ya tenía más de 20 años y que mirábamos de reojo porque no sabíamos cuánto más iba a  aguantar.

Mi marido dijo que, comprando los materiales y consiguiendo que Juan deje una semana de jugar a la pelota, lo iba a componer; pero había que tener unos tres mil pesos de entrada. Y como yo cobro aguinaldo, pensé que para enero la cosa ya iba a estar marchando. Mientras tanto, las necesidades, al baldío.

Juan había dejado de fumar porquerías para esa época, porque al delegado comunal le habían descubierto un vuelto que se quedó de la Provincia y, en ofrenda, pasó el dato de los Roldán, que vendían drogas en el barrio. La Policía les reventó la casa y se los llevó presos, aunque a la semana ya andaban de vuelta.
Durante los primeros días de la sobriedad de Juan se lo notaba mejor, le había empezado a dar pelota al chiquito que tenía y que casi no conocía. También a su mujer que, desesperada del hambre había empezado a buscar jubilados para darles la alegría cuando cobraban. Por lo demás, la criatura se mantenía a teta, aunque Juan no se acordaba bien cómo se llamaba.


Cuando se nos hundió el pozo, yo me las arreglé para que mis patrones necesiten arreglos de plomería. No necesitaban, pero pensé que rompiendo un par de caños, Juan iba a poder enganchar trabajo y completar los tres mil pesos del pozo. Entonces, mi hijo se fue con las zapatillas recién fregadas a la casa de los Garmendia a presentarse como plomero. Se puso camisa y se acható la cabellera. Se lo veía bien.

Yo también estaba orgullosa que viera el lujo en el que yo vivía cama adentro. Ahí, donde yo estaba, había aire acondicionado y no hacía calor; las chicas se tiraban en el piso blanco a jugar a la siesta y los más grandes se metían a la pileta. No había zancudos ni sapos, y que siempre había algo en la heladera. Quería que Juan sepa que el mundo estaba lleno de aparatos livianos como un pañuelo, donde se podía ver la tele y las fotos y que todo, todo se podía saber por internet.

Eran gente bien los Garmendia, y cuando Juan terminó el trabajo lo invitaron a un asado. Los changos más grandes le dieron vino de botella y a la siesta le enseñaron a jugar en el televisor. Juan pasó la mejor tarde de su vida, creo yo. Yo pensé, de ingenua, que le iba a tomar el gustito a lo bueno y se iba a poner a trabajar.

Cuando empezó diciembre, la situación del pozo era insoportable. Había que cuidar a los chicos que no se cayeran y a los perros también, aunque un par se perdieron en el fondo y no hubo forma de sacarlos. Hay que ver cómo lloraron esos bichos hasta que se murieron del cansancio, qué tortura esos aullidos, no me los olvido más. Los zancudos se pusieron asesinos y el olor no se aguantaba.

Juan había vuelto a fumar, porque de la violencia que tenía encima ya nadie lo soportaba y era mejor que ande por el barrio tranquilo y no que esté en la casa rompiendo cosas. Nunca vimos la plata que cobró en lo de los Garmendia.

Fue mi culpa señor fiscal. Yo lo metí en esa casa para que viera el lujo: él nunca había conocido ni siquiera el centro. Cuando comenzó todo el desastre, yo pensé que Juan nos iba a traer los materiales para el pozo, por eso no le dije nada. Salió con los changos del barrio y yo sabía a dónde iba: todo el mundo hacía lo mismo. Era principios de diciembre.

A Juan le dispararon desde un techo. Cuando mi marido se enteró, salió matando para el hospital, pero los changos se lo habían llevado por miedo de que hable. Se murió en una casa de acá cerca. No dijimos nada porque la Policía me ofreció quedarse en el molde si le dábamos el televisor que se había robado.

En mi barrio fueron cinco que cayeron, todos jugaban a la pelota con mi hijo. Yo lo enterré descalzo, aunque eso no se hace, pero tenía zapatillas buenas y pensé que le iban a servir a los más chicos.

Vengo a decirle, señor fiscal, que mi hijo se murió y se murieron otros cuatro esos días de diciembre. A todos los sacaron malheridos del hospital del centro para no tener problemas cuando el quilombo se calmara. Que yo sé de cinco muertos, y que uno era Juan. Que Juan nunca terminó de entender cómo se hace para llegar al televisor y el vino en botella que tomó esa tarde.

Y honestamente, señor fiscal, yo tampoco: porque limpio mierda ajena todo el día y ya pasó un año de lo del pozo y todavía nada. Y ya vuelve el tiempo de las tormentas.