
Historia del traspaso de los transferidos a la Nación: Tercer acto
Ante semejante escenario, los jubilados pasaron a ser pobres ambulantes de la escena, sin siquiera perturbarla. Lo que restaba de sus vidas, era despreciable...
Columnas y Opinión30/11/2015

Los disparos que fulminaron el amor de Camila O’Gorman y el cura tucumano Ladislao Gutiérrez, el 18 de agosto de l848 -ordenados por el entonces gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas, por ser justicia para un amor profano- fueron el último acto de lo que se conoció como uno de los más largos y dolorosos procesos de la historia argentina.
Pero tal vez el paralelismo de esta historia con la del traspaso del sistema jubilatorio de los tucumanos a la Nación, allá por la década del 90 del siglo que le siguió, tenga muy poco de romántico y mucho de ese modernismo neoliberal de la época.
Es más: repetidamente condenada desde su inicio, con un escandaloso pacto fiscal entre las Provincia y la Nación (al estilo del mando de la suma del poder público, que si en Rosas quedó en la Provincia de Buenos Aires, en el menemismo se extendió a todo el país), creó un doloroso proceso de entrega de todo sistema jubilatorio por la Provincia de Tucumán a la Nación y, por añadidura, el de sus jubilados actuales y futuros.
En los hechos, este pacto dio sus frutos el 29 de octubre de 1995, cuando la Legislatura terminó autorizando ambos traspasos. Todo con la condición de que la Provincia garantizara el derecho al porcentaje móvil de los beneficiarios transferidos.
En el segundo acto de esta obra siniestra, se aprecia la resistencia judicial que gremios y víctimas de la entrega emprendieron para buscar amparo en los jueces frente a esta especie de vandalismo del andamiaje legal que había elaborado la Nación. Lo componían sus famosas Leyes 24.241 y 24.463, más la reforma constitucional de entonces y los tiempos de aplicación de las expresiones de vasallaje que los gobernadores del interior mostraban ante la Nación.
De nada sirvieron los pedidos de amparo colectivo de la Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) y los parciales logros en los tribunales inferiores de algunos jubilados. La Ley Provincial 6.708 –que aprobó aquel traspaso- envió al campo de concentración de la Anses a jubilados actuales y futuros, inmovilizándoles para siempre sus haberes jubilatorios.
Pero algo quedó en pie: tanto la Legislatura como la Suprema Corte de Justicia provincial permitieron que se discutiera quién habría de pagar por esos derechos que se conculcaban, por cierto, llevando las cosas a situaciones que prácticamente ni la Nación ni la Provincia lo habrían de hacer. La Nación, porque el convenio interadministrativo firmado y aprobado declinaba esa responsabilidad. La Provincia, porque no sólo carecería de fondos, sino que más tarde se dio cuenta que no podía recaudarlos.
Ya no existirían, además, los derechos adquiridos y mucho menos después de que la Justicia nacional no los considerara alcanzados por los principios del derecho de propiedad a los haberes y créditos jubilatorios. Las “razones de orden público” aniquilaban la justicia social y el Estado, debilitado y engordado por la voracidad política, terminaba siendo la única verdad jurídica protegida. Su misión más importante fue la defensa de la propiedad privada de los que –como sea, según nuestra historia- la habían obtenido y que por nuestro sistema asocial se concentraba en manos de unos pocos.
Ante semejante escenario, los jubilados pasaron a ser pobres ambulantes de la escena, sin siquiera perturbarla. Lo que restaba de sus vidas, era despreciable, así que poco importaba a la modernidad ya casi sin recursos para explotar, salvo la apropiación de los haberes activos. Para decirlo de otro modo: el país daba muestras de su interpretación más excelsa del Consenso de Washington, que durante todos los años que duró esta apropiación de recursos nacionales y conceptualización del fin de los principios sociales, causó los estragos que casi desintegran al país.
Estamos ya en el último acto de esta obra relacionada con los jubilados transferidos a la Nación, que causa tanta vergüenza a la Provincia, como dolor a sus víctimas, junto a la indiferencia de los poderes públicos.
Para muchos, el último acto de nuestra historia puede parecerse al fusilamiento de Camila y Ladislao, en aquel siglo y en los campos de Santos Lugares que, por un prejuicio, también terminó con una tercera vida, fruto del amor de ambos.
Tal vez sea verdad, porque la última sentencia de la Suprema Corte de Justicia de Tucumán, en el caso de los traspasos, cerró un ciclo con dos víctimas: la pérdida de las facultades previsionales de la provincia y los jubilados con sus leyes que también se derogaron. Si de similitudes se trata, la tercera e inocente víctima fue la de los trabajadores activos de Tucumán, que serían los futuros jubilados de la Provincia. Pero me inclino a pensar que lo que sucedió luego merece un nuevo acto que tal sea el último, y las razones las veremos más adelante.
Por ahora, abriendo el telón de este último acto, aparece, requerida nuevamente por el Poder Ejecutivo de entonces, la Legislatura provincial desandando sobre sus pasos pero ahora con una estocada casi mortal para los jubilados provinciales.
En efecto: el 5 de setiembre de 1996 dictó la ley 6.772, por la cual ratificaba el Convenio de transferencia. También, en el mismo acto, derogaba sin más la garantía de la movilidad que había previsto en su ya discutida ley 6.708, que alguna esperanza había suscitado entre los jubilados provinciales de entonces.
Por otro lado, contaban con el hecho de que la misma Corte había fundado parte de su protección al citar como convalidada la presentación de amparo colectivo de UPCN, por lo que este pronunciamiento legislativo cayó como un rayo a sus esperanzas de que alguna de las partes se hiciere cargo de sus haberes.
Antes de presentar a un nuevo personaje en esta puesta, conviene recordar que, en una deslumbrante aria entonada por el gobernador de entonces –y futuro condenado por genocidio-, se había negado a pagar los haberes jubilatorios de agosto y septiembre de aquel año. Lo hizo argumentando la misteriosa fórmula de “no tener apoyatura legal y presupuestaria para hacerlo”, en una obvia chicana para evitar que los jubilados puedan entrar en sus despachos, dedicados exclusivamente a cuidar lo que quedaban de sus arcas fiscales.
Sabido es que la apoyatura legal surgía, en todo caso, de la misma sentencia de la Corte y la cuestión presupuestaria podría convalidarse con una específica modificación de obligaciones ya contraídas, pero estas cuestiones poco importaban a los funcionarios.
Así las cosas, UPCN volvió a presentar un recurso directo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Este nuevo personaje, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, recuerda –tal vez es una característica de todas las magistraturas supremas, fuera del mundo de las artes- al personaje de la obra “Esperando a Godot”. Toda la trama argumental de la pieza se refiere a la llegada del personaje principal al lugar donde se encuentran los otros personajes, pero la obra finaliza sin que Godot aparezca.
También la Provincia había reclamado por el rechazo local a sus pretensiones de no pagar ni ser garante a los pagos de los derechos conculcados a esa misma Corte. Por eso, la cuestión llegó a la Nación por una vía que no era la esperada en este proceso. Así que la Corte no llegaba al escenario y la tensión aumentaba. Godot no llegaba.
Sin embargo, el Poder Ejecutivo local, sin mayores trámites, el 21 de septiembre de 1996 (contando ya con la nueva Ley que la legislatura le regalara para que no peligren sus tesoros) embarcó a sus jubilados en el tren que los llevaría al holocausto de la Anses, conforme en algún momento se ha comentado.
Ese triste día pudo ocurrir merced a la especulación que el Poder Ejecutivo hizo de un hecho que lo marcaría para siempre: el de un gran artilugio legal. Ante la posibilidad de que la Corte Suprema de la Nación finalmente desestime la pretensión de la Provincia de eximirse de la responsabilidad de pagar cualquier daño al jubilado (o sea, la condene) dictó un Decreto de Necesidad y Urgencia reconociendo y garantizando esa responsabilidad, en un acto que parecía traído del mundo de las maravillas.
Más aún, pidió y ordenó a la legislatura a dictar una nueva ley en ese sentido, a fines de octubre de ese año. Para sintetizar, pues la obra cansaría a cualquier espectador, finalmente el Tribunal Supremo de la Nación prácticamente consideró abstractos los planteos que ya había recibido y los que más tarde se agregaran, teniendo en cuenta el allanamiento espontáneo y propio de la Provincia a la cuestión.
Evitó así la Provincia la cosa juzgada y, en adelante, se limitó a no pagar esos daños en virtud de sus leyes de emergencia, que devinieron permanentes. Para consolidar su vocación, abona mensualmente a cada jubilado una cifra no superior a los $ 50, con lo que desea mantenerlos hasta su muerte, incumpliendo sus promesas y la de algunos que no se enrolaron en la estafa histórica y actual de sus trabajadores.
El telón ha caído. La obra tal vez para la historia no ha finalizado, pero para esta generación ya no volverá a abrirse. Para finalizar, unas cortas y sencillas palabras de un jurista tucumano de alto nivel, que sintetiza cuanto se sabe de este drama de oscuro surco en la vida de nuestra provincia: “El proceso de transferencia, esa responsabilidad, no tuvo otra función que la de argüir de coyuntura para zigzaguear los obstáculos formales del derecho y defraudar, en definitiva, la confianza de los jubilados y las previsiones de los jueces. Hay ilicitud por fraude”.
Por Carlos Romero
Para Periódico Móvil





