En el bar

Ernesto Melías elige sentarse en la mesa que está pegada al ventanal, a unos metros de la esquina. El cortado humea como una locomotora. Si hubiera sabido que no llegaría a tomar nunca ese cortado, quizás ni se hubiera tomado el trabajo de pedirlo.

Columnas y Opinión 08/04/2016 Mariela Alderete Mariela Alderete
Dibujo tomado de dibusanfer.wordpress.com
Dibujo tomado de dibusanfer.wordpress.com
Observa la extensa fila de
personas que la ANSES acumula y piensa: estos
hijos de puta tratan a las personas como ganado.
Seguro que la mayoría de los viejitos pasó la
noche en la puerta por un turno.

Su hija no llega. Si hay algo que no soporta
es la impuntualidad. Mira como una señora
canosa pasa masticando chicle con la boca
abierta, otra cosa que tampoco le gusta. Para qué
elige ese lugar para sentarse, si todo lo que mira
critica. Reniega porque el mozo le llevó el café
muy caliente. Le molesta la resolana. También a
las personas que caminan ligero, a la joven mamá
que ocupa toda la vereda con el coche. Critica al
boludo que grita porque el tránsito es un caos. Si
se hubiera sentado en la mesa de frente a la
televisión sería igual, porque detesta los
programas de deportes.

El joven desciende del colectivo en
Córdoba y Laprida, a una cuadra del bar. En una 
de sus manos sostiene la bolsita, la lleva a su
boca e inhala. Realiza una respiración profunda
como si le faltara el aire. Llena los pulmones de
esa porquería.

Ernesto Melías cree que olvidó el sobre con
el dinero, abre el bombachero y rápidamente lo
visualiza. Se tranquiliza. Lo saca, le parece que
debe disimularlo mejor y cavila: los choros se
fijan en todo. ¿A ver si traje…? Palpa el bolsillo
derecho del saco marrón mete su mano y extrae
un sobre tamaño oficio doblado en cuatro. Se fija
que no esté roto, lo abre y guarda el dinero.

El joven delincuente oculta un arma en la
cintura. Se dirige al bar de la esquina. Su caminar
desordenado asusta a los otros. Inspira temor.
Perseguido por sus propios y malos
pensamientos, que lo acechan, lo enloquecen.
Intenta huir del miedo perpetuo a ser detenido.

Se lleva a la boca una y otra vez la bolsita. Inhala
pegamento. Se detiene frente a una vidriera. Mira
las zapatillas color roja con doble capsula de aire.
Recuerda cuando niño caminaba descalzo sobre
el pavimento de Enero, arrastrando un carrito
destartalado ofreciendo limones. No se da cuenta
que en la vidriera se refleja su cuerpo anoréxico,
fibroso, desgastado, salpicado de tatuajes. No
tiene como ocultar las ojeras cárdenas que
acaparan gran parte de su rostro rugoso por 
inmortales horas bajo el Sol.En uno de sus
brazos se le extiende una enorme cicatriz que se
prolonga desde el pulgar hasta el hombro. Las
miradas sorprendidas de los otros de ninguna
manera lo inhiben. Inhala nuevamente. Lucha
incansable con sus pensamientos, quiere
evitarlos. Sin embargo se desprenden una y otra
vez y lo enloquece. Cierra los ojos, apoya la cara
en el vidrio: ve al celador que le atravesó el
cuello con una punta carcelaria. Ve ese rostro
pidiendo clemencia, ese cuerpo desparramado
inundado de sangre fresca y olorosa. Las moscas
con filosos dientes entran y salen por los ojos. El
desgarra un grito de muerte, empaña la vidriera.

El café humea, sigue amargo, sigue intacto.
Ernesto le da poca importancia, trata de
acordarse a qué hora le dijo a su hija que viniera.
El es puntual, llegó a las doce. Tiene la precisión
que llegó a esa hora por que antes de entrar al
bar lo confirmó en el enorme reloj que se muestra
en el edificio del correo Argentino. Toma una
servilleta, desplaza el café que todavía humea.
Toma el anteojo y con la otra mano moja la punta
de la servilleta en el vaso de soda. Lo limpia.
Está en horario, camina lento y como puede,
ya le está haciendo efecto el pegamento.

Se frena y saca del bolsillo derecho del pantalón
sucio, un trozo arrugado de papel escrito con 
lápiz. Lo acerca a sus ojos y lee: “el viejo es calvo,
tiene bigote, usa anteojos, anda con bastón. Entre
las doce y una de la tarde estaría en el bar, en el
único bar de la 25 de Mayo y Córdoba”.

El anciano impaciente, hojea el diario sin
leer una sola palabra. Doce y diez. El café sigue
abandonado, humea pero no como antes.
Murmura: Sabe de mi puntualidad. ¿Qué tuvo
qué hacer, para dejarlo a su padre esperando?
Desde esa ubicación puede mirar el enorme reloj.
Sigue renegando, ahora porque hay dos señoras
en la mesa contigua que no dejan de hablar y
reírse. Insiste, murmura gesticula:
―Claro, para eso quiere darme un celular,
para decirme que ya viene, que está demorada.
Menea la cabeza. El mozo apoyado en la cantina
lo observa y de un sutil movimiento le pone en
evidencia al cajero.

Cruza la calle verborrágico, cree ser
inmune al tránsito, un taxi frena y evita pasarlo
por encima. Lo putea, al joven no le mueve un
pelo. Entra al bar, apenas cuatro mesas ocupadas,
lo distingue al viejo, inhala por última vez, deja
caer la bolsita y sin disimulo se acerca
torpemente.

―Dame la guita, dame la guita, le vocifera
y le arrebata el bombachero que se luce sobre la
mesa. Gira, para emprender la huída pero 
Ernesto toma ligero el bastón de una robusta
madera y le estampa en la cabeza del criminal. Se
lleva unas sillas por delante y cae. La sangre
brota sin vergüenza. Toma coraje el viejo e
irracionalmente avanza descontrolado sobre el
delincuente, intenta abatirlo golpeándolo con el
bastón, cree que tiene veinte años menos. El
ladrón saca el revólver que yacía durmiendo en
su cintura se da vuelta y jala el gatillo sin
compasión, hasta vaciar el tambor.
El reloj del correo marca las doce y veinte.
Su hija no llegó. 

Lo más visto