La muerte del poeta

UN CUENTO DE MARIANA ROMERO

Columnas y Opinión30/10/2015Mariela AldereteMariela Alderete

Todos caminaban en silencio la mañana en que partió el poeta, con el respeto que se guarda a los muertos, con el peso del trabajo encima y la tristeza de la pluma muerta. El pueblo amaba su poeta hasta los huesos y así se lo hizo saber el día del entierro, ofrendándole cuadritos con su imagen borrosa y alguna frase genial que él había escrito en vida.

Así, llegaron caravanas al funeral, munidos cada uno de los tristes con una genial creación, a cuál más primorosa que la otra. Y cuando el uno miraba el cartel del otro, y observaba el propio, lamentaba no haber escogido otra oración para homenajear a su poeta. Algo más profundo, una frase más extensa, o más desconocida.

Fue el propio enterrador quien dio la voz de alerta. Una muchacha, de indudable apariencia vanidosa, osaba apretar contra su pecho la imagen ajada del poeta, cuando todos en el pueblo conocían del desprecio de la joven por las artes. Por respeto, el buen hombre no la apuntó con el dedo, pero sí quiso pronunciar unas palabras antes de la ceremonia. “Hay entre los presentes alguien que no leyó una palabra del poeta”, dijo, y hundió la herramienta en el suelo.

La acusada creyó que el hombre estaba delatando a su vecina, porque era sabido que la muy perversa apenas conocía de nombre al muerto. Ambas se miraron con sospecha, pero con la conciencia tranquila de tener las pruebas de su lealtad en la biblioteca. Aun así, la cizaña se esparció entre los dolientes.

El zapatero mostró su solidaridad con el enterrador y su denuncia. Pidió a los presentes separarse en grupos: hacia la derecha, quienes habían devorado las palabras del difunto; hacia la izquierda, quienes fingían dolor sin haber comprado sus libros.

En el berenjenal de cambiarse de sitio, los lectores de pura cepa se cruzaron con aquellos que sólo gustan de los velorios. Hubo miradas inquietas, especialmente hacia aquellos que, traicioneramente, se colocaban junto a los amantes del poeta.

La situación alcanzó límites de desvergüenza intolerables cuando la mujer del sastre decidió cortar por lo sano. Se fabricó, a las apuradas, un tajante cartel que exigía no homenajear al muerto a menos que se hayan leído sus libros cuando todavía estaba vivo. La afrenta dolió a los de conciencia sucia que, a falta de argumentos literarios, pusieron en duda que sus vecinos eruditos realmente conocieran la letra del poeta. De hecho -sugirieron- muchas de las leyendas de los carteles eran apócrifas, habían sido oídas en vodeviles y atribuidas al finado.

El desconcierto fue general. Para no perturbar al muerto, la batahola se trasladó a la puerta del cementerio donde, libres de solemnidad, los bandidos de uno y otro grupo pudieron fustigar con libertad a sus adversarios.

Y como ya el griterío copaba la calle, se acercaron los perros a ladrar y las palomas se volaron. Los gatos, que siempre esperan el herrumbre de los ataúdes, se asustaron por los perros y buscaron refugios en lo alto, cayendo de los árboles sobre la cabeza de los indignados cada dos por tres, mientras no pocos comedidos ya se habían apropiado de las herramientas del entierro para sembrar el orden aunque cueste sangre.

Ardieron los carteles apócrifos, los de protesta y los verdaderos porque, ante la duda, nadie podía permitir que circularan tales muestras de cinismo. Cuando los bomberos llegaron para sofocar el fuego, medio cementerio estaba en llamas y la mezcla de huesos, pelos y madera sazonaba el ahumado general de la ciudad.

Murieron esa tarde veintitrés personas, incluidos dos niños que nunca habían leído al poeta y el enterrador, valiente defensor del arte, de cuyas virtudes nadie jamás dudó. Tres mujeres solteronas, dos que todavía no conocían hombre y cuatro matrimonios dejaron la vida en la revuelta.

También murió el viejo alcalde del pueblo, que en sus años mozos lo había liberado de la tiranía de la Capital y había pasado por el fusil a los traidores. Más tarde, construyó el hospital que todavía estaba blanco, reformó el campanario de la Iglesia y repartió semillas a los campesinos.

Tan grande fue el dolor por la partida del alcalde, que el pueblo decidió homenajearlo de inmediato y no faltó quien corrió a hacer un cartel para borrar de la memoria colectiva sus ojos achicharrados y su expresión de espanto ante el fuego. Lo pintaron barrigón y de perfil derecho, y escribieron una genial frase sobre la libertad de los pueblos al costado.

Pero ocurrió que no había quién lo entierre y -lo que es más grave- para darle cristiana sepultura se debía terminar primero el sepelio del poeta, que en la batahola había quedado a cajón semiabierto a la orilla de su tumba.

Por eso fue que, a falta de enterrador eficaz por su muerte en los disturbios, se echaron ambos cuerpos a una misma fosa y se decidió en asamblea popular que el alcalde y el poeta habían andado la misma senda y, en virtud de la escasez de recursos del pueblo, serían homenajeados en igual tenor y en carteles compartidos.

Así se ha hecho y así fue y, por eso, nadie sabe ya quién fue el alcalde y quién el poeta, ni cuándo se fundó el pueblo ni sobre la base de qué fuego ni de qué llamas.



"Vengo a proponer un sueño porque, sin buscarte, te ando encontrando por
todos lados, principalmente cuando cierro los ojos"

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