Ahí es nada

"Despego hermano por fin de usté, me voy muy lejos de aquí por olvidarme de la matasana de este pueblo inútil que lo tritura todo con su habladuría y me tiene tildado de mala palabra."

Columnas y Opinión06/11/2015Mariela AldereteMariela Alderete
"Cain y Abel" Ilustracion del artista  Woody LWG.
"Cain y Abel" Ilustracion del artista Woody LWG.

Le aviso en serio que esta vez me voy, que estoy crecido lo suficiente pa necesitar de su misericordia mezquinada a último momento. Es lindo saber que ya no requiero del consejo que no me dio y que siente uno, por fin, que ha creado alas por sí solo, pa que no lo busquen por vueltos en el después.
-Que decís…si yo siempre te cuidé.
Pero me hizo pasar las de Caín por si no recuerda, cuando nos cayeron los perdigones en la matación que hizo ni bien llegamos a finca Vilches. No me diga que no se acuerda.                                
     Entre los jirones de los cerros desdibujados a la vista, despuntaba el sol anaranjado a medio encender y habían surcado el camino más largo, el que abrazaba el cañaveral como un oso que todo lo amontona. El mayor llevaba la escopeta con los cinco cartuchos ya repartidos en la memoria. Uno para cada uno de los mellizos, tres para el mayor. El plan concebido enteramente en las últimas tres horas, cuando estuvo en el camión recostado de lado solito él y la ansiedad que le espantaba el sueño de haber madrugado. Porque no se había acostado. Apenas si durmió una siestita de hora cuando fue a buscar al hermano ya decidido, sintiendo como la excitación le había entrado y no había ya forma de sacarlasela.
-Es aquí, serán unos 20 kilómetros.
     No necesitó decir más nada para tener su consideración. Como siempre había sido. Jesús se calzó la bombacha y se quitó el último calor con el revés de la mano tiesa, encallada como piedra. Al levantarse, vio que su hermano mayor ya no temblaba y se apeaba la camisa mientras alargaba el brazo. Cinco cartuchos había en la palma sudada, extendida como esa venganza a destiempo. No existió un planteo final de su parte: Jesús ya lo había dicho todo de mil maneras y sabía que no se podría razonar con él. Mucha admiración le tenía por muchas cosas; por ser el primogénito, el aconsejador, el que no lo haría caer. Nunca. Pero otra cosa era la sangre. Motivos sobraban para hacerlo y no iba a asustarse a último momento. Salió del galpón despabilado, miró el cielo pintado sin imperfecciones antes de su último intento. “Por ahí parece que se viene”, le dijo.
-Ya no le des más vueltas
Tomaron la camioneta y fueron a Ranchillos. Ahí hablaron a don Poncio para que los acercara. Una papa como no se había presentado nunca antes. Estaban los tres después de tanto tiempo. Porque no se sabía por dónde había andado el mayor los últimos años; si en el conurbano bonaerense o en Santiago del Estero escondido. Lo creían capaz de tales cosas; a él no lo atraparían para degollarlo como cerdo: si había sido su padre, que pagara él entonces. Uno no puede ser vil con las cosas que lo filiaban, no puede escaparse así nomás del corral que lo criaron, no esquivaba la responsabilidad de la sangre. “Había regresado porque pensó que no habían tenido los huevos”, escucharon. Peor para él. Que se confiara. El tiempo no enterraba rencores tan fácil como supuraba la tierra los calores. 
-¿Y pa que querría yo la tierra?
La tierra que ahora pisaban ya no les pertenecía desde que la difunta los dejó huérfanos, habrá sido cualquier cosa como mujer, pero respetarían una madre, fuera la chancha que fuera revolcándose con papá. Boliguaya putona, que bueno poder llamarla ahora así con gusto. Ni papá ni ella estaban. Y que papá les regalara como obligación ese pedazo resquebrajado por el sol, ya no contaba. Contaba solo la voluntad de zanjar la deshonra abierta por esos forajidos vivos. 
El plan era sencillo. Ellos irían detrás, en la caja, debajo de unas mantas sucias que dejaba traspasar la sensación de chamuscarse, de encender los poros y hacía que se fueran en agua a las 8 de la mañana.
-Dígame don Poncio cuando llegamos…
Pasaron Las Estancias y rodearon Vilches, con el coraje saliéndole de las entrañas, ya no quedaba nada. Pero sí, faltaba un infortunio de última hora, un imprevisto.
-Por ahí me habías dicho que se venía…
Pero él no había hecho caso pensando que lo haría desensillar de vicio, sin saber que ya no podría. Ahora veía que el hermano menor no mentía. Y a las nubes las vio embolsadas a punto de llorar y el viento caliente parecía como si las inflara. El aroma de la muerte justo antes que reventara el aguacero e hiciera volar las chapas y temblar las paredes. Justo ahora. Por algo era. Los tormentones de agosto eran los peores. Como había dicho la Tere eran los que propagaban las desgracias de un mes, y si lo decía era sabiendo que no había otra bruja como ella. Para vaticinarlo no había nadie como esa vieja orgullosa. Aunque ella sabía que la Virgen ya no la asistía como antes. Por eso creyó que no pasaría nada más de lo malo que iba a pasar. Lo malo será para ellos, nunca para quienes venimos a buscar lo que nos corresponde. 
-El papá taría orgulloso de lo que vamos a hacer.
Pero no iba a saberlo. Ni ahora ni nunca. Se había muerto como las esperanzas de este pueblo inútil hacía tiempo y no habría forma de recuperarlo, ni a él ni al tiempo que se fue. Mejor para él. ¿Le hubiera hecho algo también a él?  Jesús se quedó taciturno, incapaz de responder. Se lo merecía después de todo, tanto como los porotos que germinó; aplastar la riega de su lechada no sería tan placentero como acabar con el fecundador. Las tierras le habían sido quitadas, sí, junto con la fama de saberse bastardos de él. Del hombre que odiaban. 
-Yo no lo odiaba tanto como vos.
Y tenía razón. Porque Jesús no podía odiarlo como él, imposible. Recordar lo que hizo le revolvía las tripas y la lenta ebullición de sus intestinos le iba por la tráquea hasta su expulsión por la boca hedionda, peor que los eructos por los guisos siesteros de la Marisú. Solo nombrarlo le llenaba los labios de podredumbre. Le hubiera gustado hacerlo, aunque no sabía si se hubiera animado. Hubiera podido cuando lo buscaba en el silo a la tardecita, estaquearle un navajazo sin pensar, sin entregarse tan mansito. Tendría que haberlo intentado. Como hizo Jesús alguna vez. Por algo era el mayor.
-Parece que va parando, tate atento.
Las estocadas finas se aventaban y caían en perpendicular más despacio y salpicaban con cada impacto en la piel, como si un gato pulverizara un rincón, igual sentía las gotas andar por el antebrazo hasta la muñeca y la mano que empuñaba la escopeta. La mano no temblaba y Jesús permanecía agazapado, imperturbable, como si pudiera modificar el orden de la naturaleza tanto como se las ingeniaba para hacerlo con sus asuntos. Tendría que haberlo punteado para acabar con la cochinada y triturar el vínculo que lo sujetaba como deber que no tenía razón ya. ¿Acabaría con eso único que había en común?
-Hay que empezar a hacer. ¿Listo?
Pero igual era mejor que los calores lo regaran para ver si podía arrepentirse a último momento. Era la hora de la siesta en que a uno le sabe el brebaje del propio cuero, un gusto como el salitre y como el derrame de las macetas que se mecen en las ventanas, en una clara intención de la madre naturaleza. La ventana abierta en el momento en que entraron sin dar tiempo a reacción alguna. De los cinco tiros, dos fueron al mayor, como se había quedado, otro se fue sin destino y tronó lejos, y uno vino hacia ellos de un lugar desconocido.
-¿Nos estarían esperando?
No creía que fuera así pero sonó clarito. Una emboscada posiblemente. Había regresado después de tanto tiempo, sin perder las mañas. Debió haber estado precavido. No sería la policía, pese a lo cobarde que eran no harían eso, debieron ser los vecinos, que los vieron llegar. 
-¿Querés salir?
Yo no esperaba esa pregunta, se lo juro. Le hubiera contestado cualquier otra pregunta sin problema pero no estaba preparado para esa. Porque pensaba que usted buscaba un cómplice, que tiernito había sido, no imaginar que iba a dormirme con los escarpines puestos.
-Me tomará un tiempo.
Al minuto retumbaron los otros dos, los que faltaban, antes que volviera el silencio. Y salió Jesús con una expresión indecisa en el rostro, como de inconformismo. Y ya supe entonces que no le había bastado lo hecho y que debíamos poner la cara a lo que venía. Aunque albergaba una esperanza de que no lo hubiera hecho. No pregunté nada. Y nos fuimos para no vernos durante mucho. Años habrán sido. No llevó la cuenta. Los primeros días los pasó fiero en el monte. Metido en los cañaverales que parecían cercarlo y acecharlo como cada uno de esos putos canutos, no iba a cometer un error. Después, a los seis meses, ya no buscaron más. Se cansaron. Los diarios ya no los sacaban, habían dejado de ser noticia. A lo mejor si se apareciera por la fiesta de la hija de don Filomeno, un momento, un segundo, después de tanto tiempo volviera todo el infierno. Pero podía más el hambre, quería comer. ¿Me da un poquito don Filomeno?
-Tomá todo lo que quieras
Un guisito que se comía de solo verlo, con pan y salsa, que rico. Páseme un poco del vino. Déjeme este poquito y me voy, si quiere llame a los policías que no deben de estar lejos. Son como el diablo, siempre acechan cuando menos se los espera. No, don Filomeno, no fui yo, fue mi hermano pero igual da porque me buscan a mí.
-Pero si encontraron tu arma.
Sí, eso salió en los diarios. Cuando tronaron los dos que faltaban me vino un nudo en la garganta. Y supe entonces que se había quedado vacía.  Que si había alguien más esperándonos, fuera policía o vecino, no podríamos defendernos ya con una escopeta descargada. Pero sonaron dos y nada más. Uno para cada uno. Los encontró la policía al alba antes que diera el gallo y lo escuchara en la radio. Los hallaron juntitos. Pobrecitos. Solo ahí me figuré que Jesús lo odiaba con tanta fuerza como yo y que tenía la malicia que se lleva como los sarampiones que contagian en silencio. Se murieron mirando, supe después, pobrecitos. Yo no le creí hasta entonces que lo haría, pero lo hizo. Lo hizo sabiendo que nos caerían tan rápido como encontraran los perdigones. Los perdigones de mi escopeta. Los que el mañoso cambió en ese minuto que había estado yo afuera. Una cosa era el mayor, muchachote fornido, jinete de mil potrancas que lo buscaban por varias hechas, otra eran los mellicitos. Porque yo no participé del asalto, ni les puse una mano encima. Decir eso hubiera sido una sonsera ante semejante evidencia. No había remedio alguno más que irme como hice, y desde entonces la única presión que he tenido es la de la conciencia de no haber parado todo a tiempo. Porque no había ningún remedio para lo que estaba hecho. No le importó que estuvieran en la cuna, ni que llevasen la sangre de su sangre. Hubiera bastado una inmersión o ponerlos bajo la mantita hasta que se aquietaran antes de borrarles la sonrisa de un fogonazo. No sé si pensó, si estaba siendo irracional; yo sé que esas cosas no se hacen por sí. No se hacen por otros, se hacen pa uno mismo. Se hacen por la aversión a alguien como papá. Por las cosas que hacía a la siesta aprovechando que uno estaba solito. Y supe que Jesús no había hecho nada pa puntearlo como tanto ufanaba. Por eso me fui y no le puse mano encima.
Alzó la vista y vio la tarde agrisándose de repente y la música se fue apagando en su cabeza como una noche interminable. Comería rápido porque no tendría tiempo de volver al monte. ¿Creían que me alimentaba de las bestias carneras que se me cruzaban? Inventos que divulgaba la policía don Filomeno, pa que me odiaran más y se me negara doña y changuita que se apareciera. Porque las ganas no me dejaron de andar, sí, aún metido en el monte me rondan, por la edad, por la soledad, porque la extraño a la patrona y a mis cuatro soles. Mi razón de ser antes de esta injusticia. Algún día don Filomeno, la prensa va a escribir la verdad sobre el final de esos pobrecitos.  Tenía que haber pensado en eso, que mi hermano me iba a traicionar por ser yo el más bueno. Que me acusarían por ser el menor. Que me sacarían por las fiestas que tenía idas y las misas por las que anduve. Me tenían visto todos de los domingos por la siesta en los recreos, si tomaba junto a los agentes que me buscan ahora. Juro que si me da el cuero, voy a volver. A recuperar lo mío de la casa, la Marisú y los changos. 
-Pero si los chicos se han ido a lo de tu madre.
Igual voy a volver. 
-Y se ha quedado la Marisú sola con él. 
¿Se quería quedar? Yo no estaría seguro, don Filomeno. Si mi hermano es de no dar chance a ninguna, se las agarraba apenas yo echaba el ojo a una. Así era y sigue siendo.
-Pero a la Marisú se la ve bien, con ganas de darle un varoncito.
Macanas que se hablan. Ganas que le dieron cuando yo me la empecé a tomar en serio. Además no podría. Se había hecho sacar dos embarazos después del cuarto. Porque no quería vivir ya conmigo, no sé porqué. A lo mejor ya la estaba sitiando, no sé, ni me voy a dar por enterado ahora. 
Ahora me voy, pa olvidarme de usté hermano, de este pueblo y de esta injusticia.  Me voy lejos porque la gente no me quiere ni me va a querer, ni me va a dar revancha como no lo ha hecho la Marisú. Y a los bastarditos que ha parido de usted, explíqueles que alguna vez me van a ver venir. Avíseles que no voy a ser tan contemplativo como con esos que usted ha matado. Y que si no lo hacen mis retoños, voy a regresar a devolver cuanta desgracia uste ha hecho. 

SergioSilva


Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales. Columnista de ReadioQ

Lo más visto