La Turista

"La meretriz se peinaba desparramada sobre el marco de la ventana con esmero, como si fuera consciente de la psique que irradiaba el rostro extravagante".

Columnas y Opinión18/12/2015Mariela AldereteMariela Alderete
No es que fuera bella pero a sus pies tiburoneaban la clase de hombres que hubieran sido abordados por el tipo de jovencitas que desnucaban a los abuelos del dominó, sobre el rosedal. Era un hotel de tres pisos con vista a la plaza y ella balconeaba alentando su propósito firme de saber por fin, de una vez. A pocos metros, sobre la cama, el marido leía aburrido el diario, sosteniéndolo con dificultad, acuclillado y asentado sobre el respaldar. No había hasta ahí, de su parte, ni un vistazo, ni siquiera uno disimulado, ni de curiosidad, ni de orgullo, ni conmiseración por ella y su propósito miserable. 

-Mira ese de ahí…
-¿Qué?
-Que lo mires...
-¿Porque?
-Porque si no lo haces lo voy a hacer yo…

Y se quitó el cabello del hombro desnudándolo, como si buscara que se focalizara en algún tipo de visión, a la vista de la mirilla distante de un rifle de alta precisión.

-Estoy buscando algo
-¿No vas a acercarte?
-No

Se enojó y se tocó nerviosa el cabello ensortijado y negro azabache, como si se hubiera quebrado esa intención inicial y hubiera mutado toda ella la piel felina, por caer en la cuenta que él la había regresado desde el marco de la ventana a la casa de barrio donde fregaba los platos hace unos años, cuando eran más felices sin escrúpulos, cuando no había dinero que pagara el champán regado a los cholulos en los compromisos que encubrían un otro propósito. Un propósito terrenal; la mayoría de las veces, un buen negocio que no se podía lograr vistiendo la formalidad de las mañanas. Su sistema circundante ya estaba compuesto por hombres que amasaban un porvenir y regresaban a sus casas para seguir amasando felices a sus mujerones. El era un tipo de buen ver, como sus amigos, dos años mayor que ella, peinado a la gomina, que había sabido llevarla por la corriente de un cortejo sutil y controlado, como una gacela es seguida en paralelo por el chita, desde lejos, solo para demostrarle que está ahí, dispuesto a dar el último zarpazo.  A veces la corrida incursiona en diagonales abruptas sin razón, como si el perseguidor hubiera perdido la noción del ritmo y la motricidad completa y sus músculos no fueran demasiado para alzarse con el premio. Pero él sabía bien que eso era necesario para no azuzarla, para tomarla como quien era, para que se confiara y la poseyera tan tierna como había sido. Porque odiaba las mujeres con historia, las de toda clase, las que habían sido saqueadas para siempre, las que no conservaban en la retina la ingenuidad intacta de tener una ilusión encendida. Las aborrecía con el alma. Que le interesara ella entonces, no era una gran novedad, al menos para él. Sí para ella, una novedad y un milagro a decir verdad. Un desprendimiento de las tardes soporíferas para fantasear con un vestido floreado, para ver la vida pasar en un programa de tv, a la hora exacta, para ponerse a pensar en las cosas de una adolescente de su edad, y al repasar cada pequeño detalle de lo que había sido, no acababa de comprender como había terminado en las manos de un hombre como aquel. 

Un hombre como él, ya había probado las mieles más prometedoras, a veces, hasta había cercado y degustado alguna reina y otras, las había dejado escapar por gusto, por probar ser indulgente, por esa compasión que solo tienen los que pueden. Obreras había tenido a patadas, y las había saboreado a veces con moderación, por la sola preservación de su gusto exquisito, otras con fagocitación deportiva o por el puro acto reflejo del instinto. Un hombre que habría activado las urgencias de cualquier mujer, pensó ella, que habría alborotado sus hormonas con su seguridad y su bien plantado porte, como había propiciado los instintos de quien ahora se había transformado. Un instinto que le nacía inexplicable desde el vientre, o más debajo, pero antes de sus rodillas, que tenía una razón de ser, por primera vez, en ese instante. Porque había que decirlo, había sido el patito feo al que nunca prestaron atención, aquel que se sentaba siempre en el último pupitre, detrás del cisne, la rubia a la que miraban bobalicones, y nada le gustaba tanto que estar ahí, inexistente para el resto del mundo. 

-El chico está mirando … no debe de tener más de 18
-Aha
-Puedes comprobarlo, está detrás del merendero principal, debe ser de menos de 18.

Un instinto de algún estado estancado de la consciencia, pujaba por salir. De acuerdo, el rifle podía ser bueno, se dijo, pero ¿qué habría del que lo sostenía? No podía estar segura claro, ni remotamente. Y al levantar los ojos avivados y chispeantes, vio la marea moviéndose compacta, sin aparente sentido ni propósito, en ese sábado descolorido que se moría detrás de los cerros impenetrables. Detrás de ese rifle de alta precisión, tal vez estuviera un cazador esperando agazapado, un joven a quien no le temblaría el pulso a la hora de jalar el gatillo, se dijo. Y se bajó del marco, asentando sus pies desnudos sobre la madera avinagrada del piso, si se pusiera el vestido de lino escotado en la espalda tal vez no le hiciera frío, se dijo, oscurecía pero todavía
quedaba un remanso de luz que se derramaba sobre el recodo de la plaza que se iba llenando. Oscurecía.

-¿Qué haces?
-Voy a bajar
-¿Qué?
-Que voy a bajar
-¿Para qué?
-Para nada, voy a bajar, necesito bajar.

Se calzó primero el vestido tomándolo de las tirillas diminutas que iban a hacer un nudillo sobre sus hombros, y se le deslizó como un soplo por el cuerpo menudo hasta quedar por encima de las rodillas. Si ese no era el vestido destinado a concitar la atención del hombre que haraganeaba en la cama, esta vez, reposado sobre su hombro, como si fuera a mirarla, no habría ningún otro. Pero no la miró con la atención imaginada sino con un estado de impavidez que se prolongó como si estuviera suspendido de las palabras que habría de decirle. Pero no habló.

-Voy a bajar

No se miró al espejo porque pensó que así habría de desorientar a quien la había retratado sobre el marco de la ventana y salió disparada presa de una decisión desconocida que la hizo bajar por las escaleras desaforada, sin aire, sin explicación, porque sabía muy bien que en la calle no existía un jovencito, ni de 18, ni de menos; no existía quien la hubiera rescatado en la frenética sucesión de imágenes de ese sábado moribundo, aquel que le hubiera dado la entidad de ser una entre las demás. Miró a través de la calle y contempló, a lo lejos, la fachada del ferrocarril vacío, las luces apagadas detrás de los vidrios humedecidos, las farolas intermitentes a punto de encender y supo que ese momento, como aquel sábado, se escapaba. Pronto sería de noche y habría de volver al lugar habitado por un hombre leyendo que no la requería, ni tenía que decirle. Debajo de las luces, miró por última vez, la fila de vehículos estacionados en diagonal sobre la acera y al chico que colocaba los números en los parabrisas, junto al tarro con agua. Era un adolescente que arrastraba los pies, ajeno a la secuencia con que a esa hora se movían las cosas. Uno pensaría que estaba en su propio mundo de no ser porque nadie advertía su existencia, salvo cuando se acercaban para buscar lo suyo, y este, ni siquiera pedía sino que esperaba demasiado de la compasión ajena. Ya no esperes más, se dijo, y lo miró queriendo sostener la mirada, mimetizándose con ese ser que nacía, eyectado de alguna fuerza interna, de una voluntad impuesta. Lo miró durante un rato. De la forma en que él no tardó en darse cuenta que lo hacía. Entonces, bajó los ojos en forma instintiva, pero ya era demasiado tarde. 

Cuando volvió a mirar, él ya estaba expectante de su siguiente paso, ir camino a esa dirección para entablar un circunstancial comentario o quizás, preguntarle algo del vehículo de su marido, se dijo, pero ¿qué clase de cosa diría una mujer de 37 años sola con un vestido como ese a un adolescente que cobra monedas para cuidar autos? No supo. No diría nada entonces, y empezó a caminar decidida en la dirección para saber, por fin, de una vez, y el muchacho pareció ya no ser el pobre infeliz que era y sonrió conforme su acercamiento, como si ya hubiera adivinado que quería, despojado de vergüenza, como si estuviera acostumbrado a algo así, en ese lugar preciso, a esa hora moribunda de la tarde. El apartó el tacho y se frotó las manos, como si se quisiera limpiar, tal vez para estregárselas y someterlas a una revisión de su parte, o para tomarle su muñeca de la que pendía aquel brazalete que revelaba su condición de señora, para hacer real lo que se le antojara. Caminó suspendida como si asumiera el rol y convencida que debía pertenecerle de una vez, sintió las palpitaciones trepidando y los colores subiéndosele.

-No lo intente

Se dio la vuelta y lo vio por primera vez, recortado contra el último fogonazo de luz que se perdía, mucho más allá de sus espaldas. Era un señor pulcro de unos 65 años, de movimientos pausados, calculados como cada palabra pronunciada con una dicción impecable; de una visible corvadura senil y surcos que rasgaban la doble papada, con virulencia masculina, mientras hundía sus dedos en la mar grisácea, alborotada de sus cabellos. Había estado todo el tiempo ahí, invisible para ella, en la plaza, en la galería del hotel, en el vestíbulo donde se registraran 48 horas antes, en cada almuerzo y cena pendiente de ella, aunque nunca hubiera reparado en eso.

-¿Lo envió mi marido?
-No, no lo hizo
-¿No lo hizo?
-¿Tenía que hacerlo?
-No sé.
-¿No sabe?
-No sé qué pensar
-Su marido no le dejaría hacer eso, no tiene porqué hacerlo, no se consigue así el respeto de un esposo.

-¿No me dejaría?
-¿O sí?
-¿Porque pregunta?
-Usted lo hizo primero
-Usted me abordó
-Yo no la abordé, impedí que usted lo hiciera, ¿recuerda?
-¿Por qué me hace esto?
-¿Quién?
-El..., el, ¿porqué lo hace? ¿Por qué? ¿También debe elegirlos? ¿No puedo hacerlo simplemente?

El guardó silencio.

-No lo haría, no tiene porqué si no quiere
-¿Lo envió mi marido?
-No lo hizo, ni siquiera conozco a su marido
-Pero suena a como si lo conociera.
-Aunque no me molestaría hacerlo. ¿Está cerca?
-No... hace mucho que no. 
-Es usted una reina
-¿No me escuchó lo que le dije?
-¿No le habla?
-No... no lo hace, hace mucho tiempo, no soporta una negativa
-Comprendo, es usted hermosa, 
-¿Comprende?
-No hay que ponerse a la defensiva ¿sabe? Solo quería decirle que comprendo su punto y que usted es muy llamativa

-Dijo hermosa
-Quise decir eso, es hermosa si me permite enfatizarlo y con gusto se lo diré también a su esposo
-Oh, él no me habla.
-Lo haré yo, despreocúpese, hablaré con él.
-¿Lo haría?
-Solo si usted me lo permite...será un honor invitarlos a cenar.

La cena no fue con velas pese al tono intimista de la conversación, agradable y atinada a lo que buscaban, le dijo ella a él, una vez en la habitación. 

-¿No lo conoces?

El la miró fastidiado por su insistencia pero no se lo negó otra vez, como ya lo había hecho varias veces esa noche.

-Solo quiero estar segura que no es otra treta tuya, me molestaría mucho.
-¿Por qué?
-Porque quisiera que no me avasallaras como siempre lo has hecho

El no contestó, dubitativo ante su interés repentino. 

-Necesito hablar con él antes.

Ella no entendió del todo ese pedido abrupto y lo asimiló con su obsesión de conspirar contra cualquier iniciativa suya. Las vacaciones también habían sido una ocurrencia precipitada de él, como las obligaciones de su sangre, como las calculadísimas cosas que su infalibilidad digitaba.

-Hacé lo que te parezca

Y más tarde, acudió al bar, curioso, dispuesto a tomarse el último Martini de la noche con aquel repentino amigo que había puesto la ocasión, solo para percatarse de que había sido así, aunque pareciera una casualidad muy sorprendente y no una trampa miserable de ella. 

-Hace rato que perdió la ingenuidad,  aunque no lo parezca
-Eso no debería preocuparle…es una estupenda mujer
-Me casé con ella, es lo que es.
-Pues debiera saberlo, la encuentro maravillosa. La ingenuidad forma parte de lo que es y me resulta increíble.
-Lo sé, yo la encontré así casi siempre…
-¿Ha pensado en los celos?
-No.
-Debería hacerlo.
-¿Si?
-Siempre hay un después, ¿sabe? Hay que pensar en el después.

Se fue a dormir intrigado, un poco inquieto. La situación había sobrevenido sin buscarla, una forma de decir, se dijo él: al planificar esas vacaciones algo entrevió que debía suceder pero nunca creyó que sería así de fácil. ¿No debería ser así? Nunca lo había pensado; como debería ser no era lo importante, pero sí debía pensar en el después, con seguridad. El después era tan difuso como se lo habían advertido, él era apenas dos años mayor que ella, pero lo suficientemente viejo para querer volver a ponerse un fusil al hombro y salir a buscar un nuevo premio. En silencio admiró y se desconcertó con la predisposición de aquel extraño, cuando ella despertó y se acurrucó, impensadamente, perezosa junto a él, abrazándolo con ternura. Era otra. Ya estaba de buen humor.

-¿Hablaste?
-Sí…pero voy a hacerlo otra vez. Lo haré mañana mismo.

No había podido dormir tan bien como ella, como hubiera deseado pero estaba convencido de la necesidad de esa segunda conversación, aunque la evitara durante todo el día, pensando en los argumentos precisos que habría de exponer para no quedarse sin decir. Durante todo ese domingo diásporo, buscó, sin encontrar, una conversación circunstancial con ella, mientras desayunaron, visitaron Villa Nougués, degustaron quesillos y dulces de la abadía benedictina, almorzaron en San Javier, concurrieron a la Catedral por la tarde y regresaron al hotel, saciados de cosas por hacer. Ni una sola alusión, hasta entonces.

-Debes apurarte, nos vamos el martes en la mañana. 

El volvió a inquietarse por aquel nuevo recordatorio, y decidió que la dejaría sin decirle nada, antes de ir a golpearle la puerta de su habitación, para que el conserje no relacionara una consulta, en apariencia inocente, con una requisitoria inapropiada. ¿Cómo podría vincularlo?, se preguntó, cuando se paró delante del conserje que cabeceaba la última modorra dominguera,  inclinada la quijada en su mano.

-¿Puedo ayudarlo?
-Si… ¿ha visto al caballero de la habitación 19?  
-No lo he visto hoy.
-Bien.
-¿Quiere dejarle un mensaje?
-No.

Dio las gracias cortésmente e hizo un gesto de despedida con la cabeza que no fue  advertido por el conserje aburrido. Avanzó por la galería unos pasos pero se detuvo, de pronto nervioso y regresó al vestíbulo.

-A lo mejor pueda decirle, solo si llegara usted a verlo esta noche, que pregunté por él. 

¿Qué  mensaje era ese?, se reprendió, consciente de la torpeza, incapaz ya de decir más. En ese momento, el conserje pensaría en mil probabilidades, imaginó él, ¿habría sospechado?, ¿acertaría en la forma de abordar la intriga disparada en su interior? Pero el conserje no dijo nada, ni hizo nada tampoco, no respondió el recado, ni necesitó hacerlo, porque cuando volvía a darle las gracias y saludarlo con la misma ridícula reverencia, lo vio fantasmal en la puerta, como lo había hecho su esposa, la turista, dos días antes en la plaza. Llevaría ahí un tiempo, aunque no podía estar seguro. Creía haber hablado en un tono bajo pero se preguntaba ahora si podía haberlo  escuchado. No quiso averiguar nada más cuando se acercó.

-¿Tomamos algo?
-Necesitaba volver hablar
-Me imaginaba, ¿Cómo está ella?
-Está bien, en su cuarto ahora, durmiendo.
-Está tranquila…me alegro.
-Pensaba en que solo resta una cosa por hacer…
-Usted dirá
-Se trata de salpimentar...

Todavía más, pensó él, sorprendiéndose con cierto fastidio; esperando que no se le ocurriese el tipo de cosas que suele desvariar a los jóvenes. Aunque todavía no lo creía capaz de una cosa semejante. Un hombre como él, tendría mil cosas para salpimentar la vida y ninguna envidia; el tipo de cosas para sentirse vivo por las que otros matarían: estaría sano, dormiría caliente cobijado cada noche junto a ella y olería el exquisito perfume de su piel recién bañada; y estaría a salvo de cualquier ordinariez  posible pero nunca se sabía, y trató de escucharlo con cautela, con desconfianza, con ganas de querer desentrañarlo, como lo había hecho con ella en la plaza. Le parecía ahora, por primera vez, que ya no hablaba con el hombre afligido, ni mucho menos con el desatento; que trataba con otra persona diferente, muy distinta de aquella que había abierto la jaula. ¿Sería posible que no envidiara nada en el mundo?, se fastidió ¿Que estuviera tan aburrido?, mientras lo escuchaba monocorde, haciendo el esfuerzo de elaborar el tipo de discurso atinado a la ocasión. Y se dio cuenta que le salía demasiado exigido, aunque no esperara lo que iba a escuchar.

-Vamos a ponerlo un poco más rico.

¿Un poco rico?, ahora lo miró fijo ¿quería que lo feminizara?, de modo que es un idiota reprimido, no había tenido la experiencia pero, fue suya la idea ¿lo recordaba?, que le cambiaran las reglas cuando estaba cabalgando no le gustaba nada, pensó, pero siguió escuchándolo en silencio, incapaz de interrumpirlo. No lo haría, un hombre como este podría ser feminizado relativamente fácil, unas sogas y…tenía demasiado buen gusto al haber elegido una mujer como esa y mucha suerte de tenerla en la jaula; de modo que lo haría por ella pero también por él, se dijo,  no habría otra causa para tener que abrirle la puerta. Porque con una mujer de ese tipo, no había razón para tentar al diablo. Un hombre como él, lo sabría perfectamente. Sabría que no podría descuidarse. Sabría que no podía ir de caza otra vez y hacer la misma faena con una presa semejante. Otra mejor, quizás, pero con seguridad una peor, o tal vez nada. Las tendría más jóvenes sin tenerlas, sin determinarlas con su voluntad hacedora, sin desmoronarlas con su antojo o desnaturalizarlas sin compasión.  Llega un momento en que las mujeres hacen pretender estar solas y dejarse cazar alegremente por quien tiene una mejor puntería. Y después, volverse a dejar cazar y después otra. Y otra y una más.

Incluso ella lo hará más adelante. Tiempos de mojar la oreja. ¿Acaso no lo sabía? Un hombre como él no podría ser tan ingenuo. Entonces lo haría por él, por sentirse cojudo o por dársele la reverenda gana. Un antojo. Ganas de darle una probadita a ver cómo sabía. 

-Solo quiero ponerle un algo más, ya lo dije
-¿De qué manera?
-De una apuesta
-¿Cual es la cifra?
-No hay cifra
-¿Entonces?
-Lo que dije…si no reconoces, no la conoces
-¿Lo dijiste?
-Voy a mostrarte una foto suya junto a unas amigas
-Entonces es fácil.
-Es una foto vieja
-¿Muy vieja?
-Ella está muy joven y con las carnes blandas.
-Podré reconocerla.
-Además verás una foto…
-¿Una sola?
-Es una foto grupal en la playa, en biquini
-Suena un desafío
-¿Está mal?
-No para nada

Al cabo de una hora, regresó a la habitación y empezó a desvestirse en silencio en la oscuridad completa procurando pasar desapercibido pero ella despertó, al escucharlo acostarse.

-Ya estarás contenta.

Una vez más, ella no dijo nada. Se estiró sobre el colchón como un animalito lactante y se pegó a él; abrazándolo por detrás como solía hacerlo, pero esta vez como si lo necesitara más que nunca. Hacia las dos, él ya no sintió sus manos suaves y encremadas sino el frío del aire acondicionado que rumiaba al máximo para desapegar el calor que tanto desasosiego le causaba. 

Cuando estiró el brazo y constató el vacío esperado en la otra mitad, volvió a ovillarse, tomándose de los tobillos, por primera vez como un renacuajo indefenso, y retozó feliz, en la significancia de tanto espacio concedido, y trató de experimentar ese difuso placebo que había corroído tanto a su amigo pero no le supo a nada nuevo y se volvió a estirar en el acto, como un ejercicio ensayado de la memoria, regresándose a su lado del colchón, temeroso de seguir infringiendo un terreno desconocido. No importaba, pensó, no tenía ninguna importancia, se repitió, porque ahora él tendría algo también de que jactarse. 

Al día siguiente cuando regresaron al vestíbulo ya tenían las valijas preparadas. Que hubieran decidido partir un día antes no era un problema, les dijo el encargado del hotel, si se resignaban a perder el valor de la reserva que habían hecho oportunamente.

-Les hemos dicho a otros pasajeros que no tendríamos lugar hasta el 

martes.

-No hay ningún problema

 Ahora podría decirle a ese amigo que lo había retado a tal demostración de temeridad y de coraje, que él también sabía de que se trataba. Que era todo lo que pensaba y mucho mejor. Era solo una cosa, se dijo, apenas una cosa con la que aprendería a vivir. Algo que serviría para enrostrarle a su rival como sucede entre los ejemplares de su clase. Con suerte no incurriría en contradicciones y su retador no detectaría su mentira. Porque no esperaba compasión ni quería pedirla. 

Ahora tenían que irse, eran las 7.30 del lunes y los huéspedes no bajarían hasta el calor se asentara y todavía faltaba para eso. Mejor así. Había organizado todo para pasar desapercibidos en el vestíbulo, mientras esperaban el taxi, sin necesidad ya de pensar en explicaciones, ni en el conserje, ni en el encargado, ni en el discreto sutil cazador que no tardaría en bajar, si no se apuraban.

-Vámonos querida

La meretriz apuró el paso al ver el taxi en la puerta, y él la vio henchida de un orgullo impropio, más regada y florecida que nunca, aunque ya estuviera suprimida como una mala palabra por él para siempre, reducida a las cosas prescindibles de la memoria.
SergioSilva

Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales. Columnista de RadioQ
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