El Infame

UN CUENTO DE SERGIO SILVA VELAZQUEZ

Columnas y Opinión16/10/2015Mariela AldereteMariela Alderete
Ilustracion: del artista:  Milan Rubio.
Ilustracion: del artista: Milan Rubio.
Al maestro, con cariño

Hermanos por la legión de años y el hábito de retacearse la convivencia, hace rato que ella se acostumbró a postergarlo, con la misma excusa. Él la ve pasar mientras escruta con extrañez y encanto ese cuerpo suyo, estridente, casi impronunciable. Ella verifica en sus miradas la intromisión, se consuela con ella, no hace mucho recorrió las calles, piensa, y sintió mucho más y mejor que eso, imposible de expresar, saberse infinita e inconmovible.

Pero el cuarto oscuro y sofocante le pone a la vista su frontera: su reino se tambalea en el sucucho oxigenado, apenas, de olores a sexo beligerante. Hace rato que viven así; del barrio cuentan que nunca cambiaron, que siempre tuvieron las cosas por dificultosas y contrahechas, que ella es demasiado bonita y codiciada por quienes desparraman rumores en el río revuelto de la calle que eligieron.

Hace un tiempo, una noche, también cuentan, la cercaron entre dos, y de ahí en más, uno de ellos, le impuso la obligación de besar. Durante un lapso, él desconoció todo, hasta que un comentario, no muy feliz y malicioso -siempre lo son - lo puso al tanto.

Friedrich Morten, desanduvo la letanía de su memoria anglosajona en su intento de saber porqué recibía la afrenta. En el cuarenta y cinco llegó a Montevideo de su natal Dinamarca, aguijoneado, quizás, por las nostalgias que le referían sus predecesores sobre este lado del mundo. No entendiendo muy bien el porqué, trabajó de peón en tierras uruguayas; allí alternó los diáfanos amaneceres campestres, una cuota diaria de trabajo azaroso, y el cuidado de un rebaño. Conoció a los lugareños y los envidió en secreto, de inmediato, por su sangre, por su despreocupada ambición, por la sinrazón de sus actos, por lo elocuente y desmesurado de cada uno de sus gestos y se le antojó, de repente y porque sí, que su historia debía ser contada a partir de entonces, contra toda imposición de la realidad, teñida de áspera, moribunda y caliente. Es cierto que tuvo esporádicos agarrones con quienes llamaban compadritos y no le fue mal. Al contrario, le sirvió para cimentar las bases de la estatua, la caricatura de una imagen. En esos menesteres y avatares, el azar lo ligó a una mujer con la que vivió un par de años, hasta que él se decidió por incursionar en estos pagos, y la abandonó a su suerte, con sus animales. Dolores, su actual mujer argentina, no tiene nada de aquella montevideana. Aquella insignificante aunque bella, según dicen, esta evidente y obvia por su físico.

Cuando se conocieron, ella una negra desmedida, buenaza a pesar de sus 16, cada cual estaba orgulloso del otro, él con sus 38, absolutamente consciente del influjo prolongado sobre el otro sexo.

Pero ahora Morten tiene transcurrido el medio siglo y lo cercan comentarios que no le hacen favor, aunque él profetice que tiene una fama prendada y el derecho a morir con ella. El presente no lo acompaña y comprende que, contra cualquier capricho de su voluntad, no tardará en llegar aquel que lo contradiga. Aquel que se manifieste como aquella tarde de kermeses cuando, entre el vocerío malintencionado, escucha claramente que Roberto Mara, El Cuchi,  no le cree digno de tener agenciada semejante hembra. La provocación lo desconcierta porque le ha llegado demasiado pronto pero, sobre todo, demasiado tarde. Porque lo planta, por primera vez, en la vereda que miraba altivo como el pisador de batarazas empeñado a ser. Descendido un peldaño. Un Gallina ahora. En el bar, ya es evidente que Mara goza de los favores de la mujer. Ahora astudo. O directamente gorriao, como dicen por aquí. Como dicen por aquí justo, en el bar, donde se los ve juntos mientras Morten afirma desconocerlo, hasta que por fin hay quien se atreve a insinuarle lo que no quiere escuchar.

Esa noche, desalmado o mejor dicho, sin alma, vuelve a casa y revisa los cajones. Se sienta un rato en la cama sin desenvainar, pensando que esta vez, inevitable, tendrá que ajustar las cuentas con su fama. Piensa eso cuando escucha el portón que se cierra y por la ventana a la que se asoma, adivina una conversación en susurros...Parece que Mara quiere entrar a buscarlo pero la mujer no lo deja. No dejarlo en el sentido de persuadirlo, o quizás prometiéndole una mejor ocasión. Entonces sola, sin encender la luz, descontando su presencia en la tiniebla, comienza a desnudarse como de prestado, ofrendándole su espectáculo cual polizón en su camarote; Morten comprende que ella también lo ha rebajado. Por fuera, su lumbre, avivada con anglosajón empeño, agoniza; por dentro la humillación le baraja el recelo de una inminente agarrada. La misma que estuvo evitando 18 años. Mara es más joven que él pero no el más diestro, se dice; mocetón, que parece bravo por reseña. Aunque él ya tiene una historia contada y no le hagan falta las demostraciones, esta parece ser la ocasión de abandonar a Dolores con sus animales. Esos miserables coyotes que merodean para devorarla. Uno sobre todo, más que el resto.

A la mañana siguiente, decide no reincidir en las cosas; le parecen demasiado infatuas, se convence, y tampoco tendrá por qué justificarse. Decide que seguirá en la pose del aspecto erguido, cojudo y aguzado por una codicia que le pertenece por derecho propio desde que llegó y que eso solo le basta. Pero en la calle, inevitable con el tiempo, se pregunta la razón del frustrado cruce, y El Cuchi vuelve a las andadas. Le llevan y traen las difamaciones más variadas. La intranquilidad que ya no es fácil de ocultar y la vergüenza rebasa. Solo es cuestión de esperar,  Morten irá por El Cuchi de un momento a otro. Es lo que dicen y también auguran por su bien.

Y en el barrio se compaginan guasada tras otra sobre esa mujer de exasperante autoestima; dicen que está recluida a la espera de la hora que se pondere de ser apenas un consuelo. Pese a la inminencia, todo, otra vez se posterga. Hay quienes especulan con una furtiva partida; hay quienes la fundamentan: hace unos días, también dicen, vieron a Morten, oscurecido en su ropaje, abastecido por las sombras, premeditando un destino mejor para él, cual Pompeyo ante César.

El germen del chisme lastima y sangra, trastorna y enfervoriza y, en las noches siguientes, Morten no puede conseguir que le venga el sueño, así como le vienen los presagios. Se ciernen en él, la impronta, el pretexto y, por fin, el interrogante. El quererse convencer que otro no puede usurparlo ni determinarlo y compara esa noche con las anteriores vividas a fuerza de bravuconadas verbales, de éxtasis proyectado en el combate que nunca tuvo, de disimilitud de pujanzas en las que él siempre sacó ventajas.

Por la mañana, recibe el ultimátum del rival que ha postergado. Le dicen que mató a un hombre que quiso ajusticiarlo. Se siente entonces urgido ante lo encarnizado de ese destino perseguidor que le ha dado alcance. Ahora casi nada lo separa de su condición. Esa misma tarde sucede la corta reflexión y, por fin, el convencimiento. Morten revisa sus armas y parte hacia donde debe ir.

En el bar, Mara y un par de irreverentes se divierten; beben un alcohol vulgar e intercambian monosílabos. En la radio, el mismo locutor anuncia el box a punto de comenzar, y entonces vidrios se empañan gradualmente, escrúpulos se oprimen, mesas se tensan bajo rebeldes puños, botellas se van convirtiendo en testimonios, y por fin, el silencio de una partida. Día tras día, la rutina sigue siendo miserable en este lugar de mala muerte. Pero hoy la puerta se abre desvencijada, a la mitad del boxeo, Morten entra pisando fuerte, masticando bronca, exigiendo que se le hable, a pesar de que adentro, se sabe, es Mara el que mandonea. Las mesas se apartan con protocolar sigilo mientras la atención va de la radio al salón; cosa de elegidos. El boxeo será otro día; ahora una mano amaga y otra se repliega, más insultos variados y el deseo de mandarse a donde debe ir solo uno de los dos. En eso la mujer aparece, la misma de la sonrisa que la jacta de ser esa. Su placer consiste en repasarlos a la distancia.

Contra cualquier pronóstico, en Mara se reproduce el devaneo de lo sobreactuado, en cambio, Morten luce sereno y auténtico; su desvarío laberíntico de las últimas horas le ha llevado a la trampa de considerar el consejo de presentarse como lo ha hecho. Ya se ha empapado lo suficiente de estas situaciones, se convence, y en rigor conoce demasiado de las intrincadas argucias y los procederes hipócritas. Conoce este extraño arte y comprende que capitulará con él.

Mara, con una actitud deshonrosa, casi blasfema, besa a la mujer que ya es suya antes de sacársela de encima. Su rostro contrahecho es una peregrinación interminable de sus historias sombrías. Apabulla un aire revuelto; los duelistas se ofrendan un silencio deferente y, tras una oración de por medio, ya se esquivan el primer filo. Primero Morten aprovecha el repliegue del adversario y le alcanza un rasguño por el brazo; Mara sin chistar, le resbala una puñalada por el abdomen. El europeo ha estado cerca y sin embargo nunca tan lejos; ajena su mente al compromiso físico. Le afiebra el vaticinio pero su presteza le disfraza, lo hace, por momentos, creíble. Alguien indistinguible por la situación y sus circunstancias, le acerca una bebida fría, que es la alegoría del volver al compromiso. Todo se reanuda.

Mara lo provoca con un gesto; bastará decir que es obsceno y que provoca una reacción inmediata. Morten va otra vez, pero antes voltea y conoce a quien se solidarizó con él en ese crucial momento: ve a un chico flaquito al que intenta tenderle su última complicidad. Una última trampa. Lo vuelve a sí otro insulto. Mara más que decidido, resuelve concitar en el cuerpo a cuerpo, se entorna al brazo del europeo y se toma unos segundos de ensoberbecimiento antes de entrarle una profunda puntada en el dorsal. A Morten se le velan los ojos mientras recorre la escena interminable y solo cuando se viene abajo parece sentir la frustración en las miradas y palpar la certeza de su destino.

Entonces toda la atención y piedad es para el caído, reivindicado en su propia sangre para la posteridad. No hay un solo gesto para El Cuchi...solo alguna palmada pretende purgarlo del nombre que empieza a nacer, el que acusa la vista generalizada de silenciosa admiración. El chico debilucho, al que le faltan todavía las historias para ver y contar, le interpela en silencio...casi anónimamente. Mara siente la necesidad de preguntar:

-Míralo, ¿Crees que…?

-Supongo que sí...que usted le hizo un favor, señor.





SergioSilva


Sergio Silva Velázquez Es abogado y periodista, corresponsal en Tucumán de Canal 26, columnista especializado en policiales y judiciales. Columnista de ReadioQ
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